Publicado el 2010-06-08 In Temas - Opiniones

Una pasión de toda la vida

Amelia Peirone. Era un niño enfermo, a la escuela llegó un certificado médico que le impedía hacer ejercicios físicos. Pero era sólo un niño, veía a los compañeros correr, jugar, disputar la pelota. No podía estar corriendo con los demás, pero se las ingeniaba para participar de alguna manera de la pasión que sentía por ese deporte.

 

 


Su compañerito por muchos años en el colegio, recordaba: «Yo nunca le oí contar cosas de sus dolores, ni de las molestias que sufrió con sus operaciones. Nunca, nunca, nada… Cuando entró al colegio, ya tenía un tajo en la cabeza y como un bulto en la nuca, le habían hecho una operación al cerebro y ya no le crecía pelo en esa zona. Por prevención, tenía un certificado para no hacer gimnasia, el cual le duró los diez años del colegio. Era enfermizo, pero no se le notaba que lo fuese: estaba siempre en clases, no faltaba nunca. En el curso, todos éramos aficionados al deporte. Increíblemente, en su afición al club de la Universidad de Chile, él era casi el único, porque la mitad del colegio era hincha de la Unión Española, un 30% de la Católica, y un 20% de Colo-Colo. ¡Y hasta usaba la insignia de su club!».

En el fútbol lo elegían siempre para ser árbitro

Todos encontraron un acuerdo tácito; era un beneficio enorme para unos y una alegría inmensa para el otro. «En el fútbol lo elegían siempre para ser árbitro. Todos opinaban que su arbitraje iba a ser justo. Era un organizador innato; lo manifestó en los campeonatos de fútbol que organizaba y en la Acción Católica. Era una personalidad ‘sin malicia'».

Un día, el niño débil llegó a ser el mejor ingeniero de su graduación. Y trabajó sirviendo al país en amplios proyectos de desarrollo económico. Debía estudiar en terreno nuevas inversiones. Y también lo hacía apasionadamente, a fondo, sin mirar cuántos esfuerzos requiriera tal empresa. Siempre encontraba unos minutos para hacer sus anotaciones ahora no técnicas, sino sobre la temperatura de su vida interior. Y decía siempre la verdad, aunque no le gustara ver lo que veía.

«En los dos viajes consecutivos de trabajo, me dejé ganar por el excesivo esfuerzo de andar continuamente viajando en camioneta, por la vida nómada que llevábamos, y el activismo colectivo: jugué mucho ping-pong y fútbol, cantamos y tocamos guitarra, hicimos excursiones, etc. Luego, al estar en el campo, al lado de una capilla tan hermosa puesta a nuestra disposición, podría haberlo aprovechado mejor, sin embargo, desaproveché el estímulo para una intensa vida interior».

Él seguía llevando buen registro de su rendimiento no para mejorar marcas, sino para ser más fiel a quien lo hacía elevarse a más altas metas vitales. El buen entrenamiento consistía en tratar de adelantar en generosidad y en amor probado. Una y otra vez… no decaía en el intento.

«Ayer y anteayer, aunque tenía muchísimo que hacer, me dejé arrastrar por el entusiasmo por el juego de fútbol de mesa y perdí con ello bastante tiempo, quedando además muy cansado y un poco excitado, por la emoción del juego, lo que me dificultó el trabajo y la oración». «Ayer nuevamente, por tercera vez, me dejé arrastrar por el entusiasmo -¿pasión, más exactamente?- por nuestro juego de fútbol… [luego] recé el rosario, y no el vía crucis. Si no hubiese tenido tiempo…, pero habiendo estado más de 3/4 hora con el juego de fútbol, debo considerar esto con mayor seriedad».

Santo de la vida diaria

Trabajaba muchísimo con los jóvenes en la universidad. No le concedía palco de honor a la enfermedad de su infancia, que sin embargo hacía su reaparición con tanta fuerza que lo iba consumiendo a vista de quien lo mirara, pero él donaba su vida a la Juventud Masculina de Schoenstatt que asesoraba, a los alumnos que lo requerían, a buscar siempre caminos de diálogo, a nutrir con más esperanza los ideales que crecieron con él. No otorgaba ningún tiempo al lamento o a la protesta, todo quedaba encendido en la pasión con que se jugaba el «aquí y ahora» de su entrega cotidiana: «Este año como nunca antes me ha absorbido mi trabajo en la universidad, sobre todo las clases para el 1º año de Ingeniería». Pero no por ello dejaba de estar al día en las noticias. Basta una muestra: en el mundial del ’62, con sede justo en Chile, escribe una carta a un amigo sacerdote quitándole tiempo al sueño, pero ¡hasta le informa de avatares futbolísticos!, eso sí, sin dejar de darle su circunstancia religiosa.

«Como ‘diez de últimas’, cuando salíamos de la bendición en el santuario se oían ¡petardos!, y las radios de los alrededores transmitían la canción nacional cantada a voz en cuello por los fanáticos del fútbol: ¡CHILE, 2 – RUSIA, 1! Pero si te hablara de todo esto, no podría contestar ni brevemente las muchas preguntas de tu última carta, y el tiempo se me escapa…».

Sin embargo, este ingeniero había encontrado su estrategia infalible para no errar la gran meta de «ser santo como el Padre de los Cielos es santo», pero «santo de la vida diaria». Había encontrado su equipo tri-unitario; juntos, Cristo, María, y él convertirían su vida entera en un triunfo de Dios en el mundo. Por ello todo lo compartía con la Virgen, a quien llamaba en su diario «Madrecita»: «Nos muestras tu amor, Madrecita: vistiéndonos con las ropas de Jesucristo y nos perfumas con sus méritos, nos adornas con sus gracias. Te adelantas a todas nuestras necesidades y problemas, dándonos de antemano tu bondadosa asistencia… En verdad ¿quién puede medir la grandeza de tu amor y agradecértelo? Sólo hay una forma: amándote aún más tierna y filialmente, siguiendo en todo tus consejos, dejándose guiar en la vida diaria por tus inspiraciones, apoyándose sólo en tus brazos maternales y probándote nuestro amor».

Estamos hablando de Mario Hiriart

Mario Hiriart con el Padre Kentenich en MilwaukeeDesde la apertura, estamos hablando del Siervo de Dios Mario Hiriart Pulido. El mismo que, cuando ganaba su equipo, llegaba contento a la escuela e iba a darle la mano en gesto de condolencia a los que perdieron, o caballerosamente, aceptaba el apretón de manos que los rivales le tendían, con jocosa ironía, cuando su equipo no ganaba. Este árbitro justo en la niñez, apasionado cuando entraba en el juego, hoy eleva la mejor justicia, la más hermosa pasión: su inquebrantable caridad, y su enorme capacidad de servicio, para que sea una bandera que todos puedan ver y seguir en los campos del mundo. La pasión grande por un juego deportivo, al inicio, se abrió hacia su meta definitiva en Dios. Nunca dejó de amar lo humano y cuanto de belleza lúdica allí encontraba. Todo se lo regaló a Dios, junto con su vida. Ahora su causa de canonización corre veloz hacia el estadio más gigantesco de cuantos existen, el campo de juego de los santos, en el Cielo.

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