La gracia del cobijamiento espiritual

Una famosa actriz francesa -Catherine Deneuve- dice en un reportaje: «Creo que quiero evadirme siempre porque me aterra pensar en el futuro. Por ahora me basta sentirme mucho más joven que mi edad. Espero que el tiempo me dé un poco de sabiduría para aprender por fin a vivir» (Clarín/revista, 18.1.1981). Son palabras para reflexionar. Esta mujer revela inseguridad frente al futuro, confiesa su falta de sabiduría, que le permitiría, por fin, aprender a vivir. Su situación existencial, su problema, es también el de miles, de millones de hombres. Es el problema de nuestra cultura. El drama de hoy, en último término, no es la velocidad de la vida, las renovadas exigencias que nos plantea, las durezas de la lucha diaria. El drama verdadero es la falta de valores trascendentes, que le den anclamiento.

El drama es el desarraigo espiritual, que genera incontables nómades espirituales, vagos, vagabundos. Es la falta de estabilidad y consistencia de los vínculos personales. De arraigo a lugares, a una tradición. En definitiva, la falta de cobijamiento en Dios. El hombre, por ser creatura, por no tener su última seguridad en sí mismo, es un ser inseguro, un ser-en-riesgo. Nadie puede eludir esta dimensión de la condición humana. Ciertamente, hay múltiples formas de evadirla, pero ninguna evasión puede ser una solución verdadera. Si hemos sido creados por Dios, si Dios es nuestro destino último, si de Él venimos y a Él vamos, no hay otra solución que nuestra entrega radical a El.

Ser Hijo de Dios Padre

La dimensión más profunda de nuestro ser es la filial. Un hijo sólo podrá hallar la paz si se encuentra con su padre y con su madre. Esto, a su vez, hace posible el encuentro con los hermanos. Cristiano significa, en lo más hondo, ser, en Cristo, hijo de Dios Padre: «¡Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues lo somos!» (1Jn 3,1). Ser cristiano significa haber recibido el Espíritu Santo, que no es un espíritu de esclavos para recaer en el temor, sino «un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios» (Ro. 8,15-16) Cristiano es aquel que se sabe hermano de los hombres. Es tener la experiencia de participar de una historia que es historia de salvación, y que un día culminará en la eternidad.

El encuentro con la Virgen María en el Santuario, es, ante todo, el encuentro de un hijo, de una hija, con su Madre. Es la experiencia de ser acogido, aceptado, enaltecido. En toda mi realidad, con mis luces y mis sombras, con mis éxitos y mis fracasos, con lo bueno y lo malo que hay en mí. En el Santuario me siento cobijado, me siento bien. («Todos los que acudan acá para orar deben experimentar la gloria de María y confesar: ¡Qué bien estamos aquí! ¡Establezcamos aquí nuestra tienda! ¡Este es nuestro rincón predilecto!» P. Kentenich, 18.10.1914).

Ningún hijo puede explicar con palabras lo que su madre significa para él. Mucho menos podemos hacerlo tratándose de la Virgen María, Madre de Dios y Madre nuestra. Ella tiene un carisma maternal misterioso, extraordinario, universal, único. Como lo enseña acertadamente Puebla: «María, Madre, despierta el corazón filial, que duerme en cada hombre. En esta forma, nos lleva a desarrollar la vida del bautismo por el cual fuimos hechos hijos» (DP 295).

El Padre Kentenich, prisionero en el campo de concentración de Dachau, expresaba esta experiencia en forma profunda y sencilla:

La Madre me ha aceptado con bondad
y, como sólo ella puede hacerlo,
se ha comprometido a cuidarme fielmente
en cada circunstancia de la vida,
para que, alegre,
algún día me acoja la aurora pascual.

Ella es, sobre todo, Madre y Reina de misericordia. Como tal, nos lleva, con maestría, a descubrir y a aceptar nuestra realidad, toda nuestra realidad, es decir, también la historia de pecados y de miserias que incluye nuestra vida. Ella nos hace descubrir, vitalmente, el misterio de Cristo, que no vino a buscar a los justos sino a los pecadores. He aquí un estupendo testimonio de San Pablo: «Es cierta y digna de ser aceptada por todos esta afirmación: Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores, y el primero de ellos soy yo» (Tim. 1,15).

Ella, en Cristo, nos lleva a adentrarnos, siempre más, en el misterio del Padre y de su amor por nosotros («El hombre y su vocación suprema» -afirma Juan Pablo II- «se desvelan en Cristo mediante la revelación del misterio del Padre y de su Amor». Encíclica Dives in misericordia,1). María nos conduce a descubrir el misterio del amor misericordioso de Dios Padre por nosotros, por todos y por cada uno.

Esta realidad es la base de la misericordia con el prójimo, que en la vida práctica se expresa en actitudes muy concretas: paciencia, disposición a perdonar, esperanza siempre viva en la conversión del pecador; no juzgar, para no ser juzgados. Ella, insuperable en su amor materno por sus hijos, como buena Madre, tiene predilección por los más débiles, los más necesitados, los más miserables. Ella nos enseña que el cobijamiento en Dios resulta de buscar en todo la voluntad de Dios y poniéndola en práctica. Si como Cristo, nuestra norma es hacer la voluntad del Padre, estaremos cobijados en su corazón. «El que me ha enviado está conmigo: no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que es de su agrado» (Jn 8,29). La Virgen María tuvo que sufrir y sobrellevar muchas asperezas en su vida, pero vivió siempre cobijada y segura en la voluntad del Padre: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38).

La vida de muchos hijos e hijas de Schoenstatt es un testimonio auténtico de que Nuestra Señora de Schoenstatt, desde su Santuario, ha regalado, en abundancia, esta primera gracia de la peregrinación: el cobijamiento espiritual. Su fruto ha sido una creciente actitud de total confianza (y no de temor o de angustia) ante la vida, frente a la muerte y más allá de la muerte. Y así debe ser. El mayor don que hemos recibido de Dios, y la norma fundamental del cristianismo es el amor: «Dios es amor» -dice San Juan- «y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él… No hay temor en el amor, sino que el amor perfecto expulsa al temor» (1Jn 4,16.18).

Una oración sencilla y profunda del Padre Kentenich sintetiza muy bien esta gracia del cobijamiento:

«En tu poder y en tu bondad fundo mi vida;
en ellos espero confiando como niño.
Madre Admirable, en tí y en tu Hijo
en toda circunstancia creo y confío ciegamente. Amén».