La gracia de la transformación interior

En su mensaje a todos los hombres, del 21 de octubre de 1962, los Padres del Concilio Vaticano II afirmaban que el fin de esta magna asamblea era «buscar la manera de renovarnos a nosotros mismos para manifestarnos cada vez más conforme al Evangelio de Cristo». El dicho popular: «las palabras conmueven, los ejemplos arrastran» pone de manifiesto la debilidad de la palabra puramente teórica, y al mismo tiempo, la fuerza de la palabra encarnada, hecha vida. «El divorcio entre la fe y la vida diaria de muchos debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestra época», señala el mismo Concilio (Iglesia y Mundo, 43). En la actualidad la Iglesia enfrenta no sólo el desafío del ateísmo militante, sino también el fenómeno del ateísmo práctico, que de una y mil maneras impregna la cultura y el medio ambiente en que vivimos y genera así un modo de pensar y de vivir en el cual la vida cotidiana y Dios poco o nada tienen que ver.

Un fenómeno vital exige como respuesta otra realidad vital. A la ausencia del Dios vivo en la existencia cotidiana de muchos, debemos responder con su presencia en nuestras vidas, en la vida de la Iglesia. «A la Iglesia -enseña el Concilio Vaticano II- toca hacer presentes y como visibles a Dios Padre y a su Hijo encarnado, con la continua renovación y purificación propias bajo la guía del Espíritu Santo. Esto se logra principalmente con el testimonio de una fe viva y adulta…» (Iglesia y Mundo, 21).

Esta fue una de las grandes metas por las cuales trabajó, luchó y sufrió el Padre Kentenich. Anhelaba que la Familia de Schoenstatt regalara a la Iglesia, como respuesta a los tiempos, «una verdadera santidad de la vida diaria». Nuestra consagración a María debería llevarnos a una creciente transformación en Cristo, a hacernos testigos auténticos de su persona y de su Reino: «hazme portador de Cristo a nuestro tiempo/para que se encienda en el más luminoso resplandor del sol«. Se trata de que nuestra vida sea «un espejo del ser y del caminar de Cristo aquí en la tierra«; de cruzar con Él el mundo «fuertes y bondadosos, como vivas imágenes de María«.

Algo semejante afirmaba vigorosamente el apóstol Pablo, al escribir a los cristianos de Corinto: «llevamos siempre en nuestros cuerpos por todas partes el morir de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo» (2Cor 4,10).

Una civilización del amor

Toda auténtica vida cristiana debe caracterizarse por un continuo y permanente proceso de transformación interior. Consiste en despojarnos siempre más del hombre viejo, a fin de revestirnos del hombre nuevo, es decir, de Cristo. Es el hombre en quien vive y actúa el Espíritu de Cristo, el Espíritu Santo («el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Ro 5,5).

Esa ley fundamental del amor debe impregnar toda nuestra vida personal y social. Así iremos construyendo, paso a paso, la «civilización del amor», anunciada por Pablo VI. Presencia del Espíritu que impregna la vida de familia, la vida social, la vida de la Iglesia con «amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí» (Gál 5, 22-23). De esa manera se va preparando aquel Día, cuando Jesucristo regrese, al fin de los tiempos. Entonces tendremos «un cielo nuevo y una tierra nueva» (Apoc 21,1). Entonces, El «transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo» (Fil. 3,21). Entonces nuestra comunión con el Padre y nosotros será plena y definitiva. El Paraíso. Desde su Santuario de Schoenstatt, la Virgen María quiere manifestar sus glorias como Educadora de un hombre nuevo. Quiere despertar en nosotros el anhelo de una continua y creciente transformación interior; quiere darnos siempre de nuevo valor para trabajar tenazmente en nuestra autoeducación. Quiere, sobre todo, implorarnos la fuerza transformadora del Espíritu Santo, sin cuya poderosa acción nuestros esfuerzos resultarán estériles. En la vida de muchas personas que se acercaron a Schoenstatt, sellando una Alianza de Amor con la Sma. Virgen en el Santuario, ese proceso de transformación interior ha sido evidente. El Padre Kentenich nos hizo «transparente» y «como visible» el rostro de Cristo, la persona del Padre Dios, la persona de María. Por eso, todos aquellos que tuvieron la dicha de conocerlo, a través de esa experiencia se acercaron mucho más al Dios vivo. Su vida es el signo más preclaro, más fuerte de la acción transformadora de María desde el Santuario.

 

En su visita pastoral a Alemania, el Santo Padre Juan Pablo II al hablar a los sacerdotes en Fulda, lo incluyó en una lista de diez insignes obispos y sacerdotes de los tiempos actuales. Y días más tarde, en el Vaticano, le decía al Capítulo General de los Padres de Schoenstatt: «En agradecido reconocimiento por su herencia espiritual a la Iglesia, quise mencionar expresamente al Padre Kentenich en Fulda, con ocasión de mi reciente visita a Alemania, como una de las grandes figuras sacerdotales de los últimos tiempos, y honrarlo así de manera particular».

La acción educadora de María en el Santuario

Es el signo más fuerte de la acción educadora de María en el Santuario. Esperamos y trabajamos para que un día alcance el honor de los altares. Aguardamos confiados el juicio definitivo de la Iglesia. La gloria de este hijo ilustrará más aún la de su Madre. Para gloria de Cristo Jesús, «corona de todos los santos».