El mensaje de Schoenstatt

Es común oír hablar del «mensaje» de diversos santuarios marianos. Así, por ejemplo, se habla del mensaje de Lourdes, de La Salette o de Fátima. ¿Existe también un «mensaje de Schoenstatt»?

Siendo prisionero en el campo de concentración de Dachau, el Padre Kentenich estudió el hecho de Fátima, y tuvo noticias del acto de consagración del mundo al Inmaculado Corazón de María, realizado por el Papa Pío XII en 1942. En la Semana de Octubre de 1946, celebrada en Schoenstatt, que tuvo como tema central la coronación de la Sma. Virgen María como Reina del mundo, el Padre Kentenich se planteó la pregunta si existe un «mensaje de Schoenstatt». La respuesta fue afirmativa.

Luego de sus experiencias en Dachau, percibía en el mundo un «vaciamiento», una creciente falta de alma: muchos hombres experimentaban el absurdo de la vida. Hay que ayudar a que el mundo selle una profunda Alianza con la Sma. Virgen, a fin de que la Alianza con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo se torne irreversible, profunda e indestructible. Dios ha sellado una alianza de amor con sus criaturas. «Nuestra tarea -afirmaba- consiste en hacer que el mundo tome conciencia de esta alianza de amor. Lo hacemos en la medida en que incorporamos al mundo, nuevamente, a esta alianza de amor con la Sma. Virgen María. Este es el gran mensaje de Schoenstatt«.

Este mensaje de la alianza de amor con la Sma. Virgen María tiene sus raíces en la fe práctica en la Divina Providencia, y debe expresarse, en la vida cotidiana, a través de una vigorosa conciencia de misión.

La fe práctica en la Divina Providencia.

En el catecismo hemos aprendido que Dios «gobierna el mundo con su Providencia». A medida que hemos ido recorriendo el camino de la vida, nos hemos enfrentado, más de una vez, con situaciones ante las cuales hemos quedado perplejos, sin comprender el porqué. Situaciones en las que nos ha sido difícil percibir detrás el designio de amor y de sabiduría de Dios. Cabe recordar aquí las palabras del apóstol Pablo a los Romanos: «¡Qué profunda y llena de riqueza es la sabiduría y la ciencia de Dios! ¡Qué insondables son sus designios y qué incomprensibles sus caminos!» (Ro 11,33). Sin embargo, como cristianos, afirmamos la existencia de un plan de Dios, un plan para nuestra vida personal, como también un plan para la redención de toda la humanidad. Se trata de un plan que Dios nos va revelando progresivamente. De un plan que podemos ir descubriendo si lo buscamos con un corazón de niño. Se trata de un plan de sabiduría, de amor y de poder infinitos. Un plan que muchas veces no coincide con nuestros planes personales. Un plan que incluye también una cuota de dolor y de cruz, sin la cual no seríamos verdaderos cristianos, ni participaríamos del dolor redentor de Cristo, para alcanzar, de esa manera, la gloria de su resurrección.

La fe práctica en la Divina Providencia significa buscar ese plan de Dios y procurar realizarlo en nuestra vida. Consiste en hacer de la voluntad del Padre la norma fundamental de nuestra vida, confiando en que todo lo demás se nos dará por añadidura.

Así lo expresa el P. Kentenich en una oración compuesta en Dachau: Padre, hágase a cada instante lo que para nosotros tienes previsto. Guíanos según tus sabios planes y se cumplirá nuestro único anhelo.

Por eso, detrás de cada acontecimiento debemos procurar percibir el plan del Padre. Una pregunta sencilla puede ayudarnos en esta tarea: ¿qué me quiere decir Dios con esto? Como todo principiante, al comienzo seremos algo torpes en percibir los deseos de Dios, también lo que Él permite. Pero si perseveramos, poco a poco se irá aguzando nuestra sensibilidad, el radar de nuestra fe. Iremos desarrollando como un «instinto» para detectar los planes del Dios vivo. Aunque a menudo atravesemos por oscuridades, mantendremos una profunda paz interior: «el Padre tiene el timón, aunque yo no sepa el destino ni la ruta«.

La conciencia de la misión

No vamos a desarrollar aquí lo que es la alianza de amor con la Sma. Virgen. Diremos sí, una palabra acerca de la conciencia de la misión. Ante el vacío interior de muchos, el aburrimiento de algunos o el cansancio de otros, Schoenstatt proclama, como parte esencial de su mensaje, la conciencia de misión.

Esto quiere decir, en otras palabras, que nadie está de balde en este mundo, o tiene vocación de mero espectador. Todos tenemos una tarea que cumplir, algo que realizar, en síntesis, una misión. El mismo Señor es quien nos envía. Y por eso, nos sabemos instrumentos en sus manos todopoderosas. A pesar de los límites de todo lo humano, estamos llenos de confianza en la fuerza divina que actúa en nosotros (…»que mi poder se manifiesta al máximo en tu flaqueza» 2Cor 12,9). Aquí estriba nuestra esperanza de alcanzar la victoria final.

Sabemos, por experiencia, que la vida es lucha. Sabemos que nos esperan muchas dificultades. Sin embargo, creemos en las palabras del Señor: «En el mundo tendrán que sufrir, pero tengan valor: Yo he vencido al mundo» (Jn 16,33). Nos inspiran las palabras que el Padre Kentenich escribiera a la Familia de Schoenstatt días antes de su muerte: «Con María, alegres por la esperanza y seguros de la victoria, hacia los tiempos más nuevos» (7.9.1968).