Publicado el 2014-09-13 In Francisco - Mensaje

«¿A mí qué me importa?»

mda. 1914. Para el Movimiento de Schoenstatt en todo el mundo, ese año se asocia espontáneamente a la fundación de Schoenstatt. Una fundación en plena guerra mundial. «Hijo de guerra», lo llama por esto el Padre Kentenich. Una guerra real, horrible y cruel, una guerra que acabó con la vida de tantos jóvenes, también de aquellos que se habían entregado para que desde este pequeño Santuario en el valle de Schoenstatt, saliera una renovación del mundo en Alianza con la Madre del Señor y nuestra Madre. Una guerra que también se transformó en cuna de un Schoenstatt que sale hacia afuera, un Schoenstatt «en salida». Un Schoenstatt que luego de ser probado en las trincheras y campos de batalla, sale hacia el mundo en ayuda al hermano que sufre, con una fe que muestra con hechos que realmente ama a ese hermano. Un Schoenstatt que, desde esta experiencia de ser «hijo de la guerra», sabe y debe responder hoy a la propuesta de Francisco de salir “a la calle”. Salir del Santuario en nuestro «pequeño valle», en nuestra pequeña comunidad para llevar una esperanza que no es utópica, sino que se expresa con acciones concretas, proyectos evangelizadores que regalan vida al hombre y le devuelven su dignidad, esté donde esté. Si es en la “periferia”, allí mismo, con todos los riesgos y peligros que conlleva. En este contexto, va dirigido a todo Schoenstatt, lo que el Papa Francisco dijo esta mañana, 13 de septiembre, en la visita al Cementerio monumental militar de Redipuglia, donde rezó por los caídos de todas las guerras, a cien años del inicio de la Primera Guerra Mundial.

Texto completo de la homilía del Papa

Viendo la belleza del paisaje de esta zona, en la que hombres y mujeres trabajan para sacar adelante a sus familias, donde los niños juegan y los ancianos sueñan… aquí, en este lugar, solamente acierto a decir: la guerra es una locura.

Mientras Dios lleva adelante su creación y nosotros los hombres estamos llamados a colaborar en su obra, la guerra destruye. Destruye también lo más hermoso que Dios ha creado: el ser humano. La guerra trastorna todo, incluso la relación entre hermanos. La guerra es una locura; su programa de desarrollo es la destrucción: ¡crecer destruyendo!

La avaricia, la intolerancia, la ambición de poder… son motivos que alimentan el espíritu bélico, y estos motivos a menudo encuentran justificación en una ideología; pero antes está la pasión, el impulso desordenado. La ideología es una justificación, y cuando no es la ideología, está la respuesta de Caín: «¿A mí qué me importa?», «¿Soy yo el guardián de mi hermano?» (Gn 4,9). La guerra no se detiene ante nada ni ante nadie: ancianos, niños, madres, padres… «¿A mí qué me importa?».

Sobre la entrada a este cementerio, se alza el lema desvergonzado de la guerra: «¿A mí qué me importa?». Todas estas personas, cuyos restos reposan aquí, tenían sus proyectos, sus sueños… pero sus vidas quedaron truncadas. La humanidad dijo: «¿A mí qué me importa?». Hoy, tras el segundo fracaso de una guerra mundial, quizás se puede hablar de una tercera guerra combatida «por partes», con crímenes, masacres, destrucciones…

Para ser honestos, la primera página de los periódicos debería llevar el titular: «¿A mí qué me importa?». En palabras de Caín: «¿Soy yo el guardián de mi hermano?».

Esta actitud es justamente lo contrario de lo que Jesús nos pide en el Evangelio. Lo hemos escuchado: Él está en el más pequeño de los hermanos: Él, el Rey, el Juez del mundo, es el hambriento, el sediento, el forastero, el encarcelado… Quien se ocupa del hermano entra en el gozo del Señor; en cambio, quien no lo hace, quien, con sus omisiones, dice: «¿A mí qué me importa?», queda fuera.

Aquí hay muchas víctimas. Hoy las recordamos. Hay lágrimas, hay dolor. Y desde aquí recordamos a todas las víctimas de todas las guerras. También hoy hay muchas víctimas… ¿Cómo es posible? Es posible porque también hoy, en la sombra, hay intereses, estrategias geopolíticas, codicia de dinero y de poder, y está la industria armamentista, que parece ser tan importante.

Y estos planificadores del terror, estos organizadores del desencuentro, así como los fabricantes de armas, llevan escrito en el corazón: «¿A mí qué me importa?». Es de sabios reconocer los propios errores, sentir dolor, arrepentirse, pedir perdón y llorar.

Con ese «¿A mí qué me importa?», que llevan en el corazón los que especulan con la guerra, quizás ganan mucho, pero su corazón corrompido ha perdido la capacidad de llorar. Ese «¿A mí qué me importa?» impide llorar. Caín no lloró. La sombra de Caín nos cubre hoy aquí, en este cementerio. Se ve aquí. Se ve en la historia que va de 1914 hasta nuestros días. Y se ve también en nuestros días.

Con corazón de hijo, de hermano, de padre, pido a todos ustedes y para todos nosotros la conversión del corazón: pasar de ese «¿A mí qué me importa?» al llanto… por todos los caídos de la «masacre inútil», por todas las víctimas de la locura de la guerra de todos los tiempos. La humanidad tiene necesidad de llorar, y esta es la hora del llanto.

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«¿A mí qué me importa?»

mda. 1914. Para el Movimiento de Schoenstatt en todo el mundo, ese año se asocia espontáneamente a la fundación de Schoenstatt. Una fundación en plena guerra mundial. «Hijo de guerra», lo llama por esto el Padre Kentenich. Una guerra real, horrible y cruel, una guerra que acabó con la vida de tantos jóvenes, también de aquellos que se habían entregado para que desde este pequeño Santuario en el valle de Schoenstatt, saliera una renovación del mundo en Alianza con la Madre del Señor y nuestra Madre. Una guerra que también se transformó en cuna de un Schoenstatt que sale hacia afuera, un Schoenstatt «en salida». Un Schoenstatt que luego de ser probado en las trincheras y campos de batalla, sale hacia el mundo en ayuda al hermano que sufre, con una fe que muestra con hechos que realmente ama a ese hermano. Un Schoenstatt que, desde esta experiencia de ser «hijo de la guerra», sabe y debe responder hoy a la propuesta de Francisco de salir “a la calle”. Salir del Santuario en nuestro «pequeño valle», en nuestra pequeña comunidad para llevar una esperanza que no es utópica, sino que se expresa con acciones concretas, proyectos evangelizadores que regalan vida al hombre y le devuelven su dignidad, esté donde esté. Si es en la “periferia”, allí mismo, con todos los riesgos y peligros que conlleva. En este contexto, va dirigido a todo Schoenstatt, lo que el Papa Francisco dijo esta mañana, 13 de septiembre, en la visita al Cementerio monumental militar de Redipuglia, donde rezó por los caídos de todas las guerras, a cien años del inicio de la Primera Guerra Mundial.

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