Publicado el 2017-08-13 In Temas - Opiniones

«Su rostro resplandecía como el sol»

P. Óscar Iván Saldivar •

La Liturgia de la Iglesia nos propone hoy (06.08.)  celebrar la fiesta de la Transfiguración del Señor. En medio del tiempo durante el año –también conocido como  tiempo ordinario en el calendario litúrgico- aparece esta luminosa fiesta en la que contemplamos el rostro de Cristo que resplandece en el monte Tabor.

El texto evangélico que hoy hemos escuchado (Mt 17, 1 – 9) es el mismo texto que se proclama en el Domingo 2° de Cuaresma (Ciclo A). Como bien lo señalaba Benedicto XVI, en el ámbito de la Cuaresma este texto nos introduce en la experiencia de los apóstoles que “con este acontecimiento (…) se preparan para el misterio pascual de Jesús: para superar la terrible prueba de la pasión y también para comprender bien el hecho luminoso de la resurrección.”[1]

Sin embargo, en el tiempo ordinario del año litúrgico, se desea meditar sobre otro aspecto de este misterio luminoso. Contemplando la gloria del Hijo, queremos conocer “la grandeza de nuestra definitiva adopción filial”[2]; la plenitud de nuestra condición de hijos de Dios. Sí, deseamos contemplar lo que llegaremos a ser si permanecemos como hijos en el Hijo del Padre.

«Su rostro resplandecía como el sol»

El evangelio nos relata que «Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos: su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz» (Mt 17,1).

Podemos imaginar la escena. De entre sus discípulos, Jesús escoge a tres de ellos: a Pedro, a Santiago y a Juan. Y con ellos emprende una peregrinación que los lleva a un «monte elevado». El texto evangélico no nos dice explícitamente el propósito de esta peregrinación al monte. Sin embargo, sabemos que en la Sagrada Escritura el monte -o montaña- señala el lugar predilecto de la oración, del encuentro íntimo con Dios y de la revelación de su voluntad salvífica.

De hecho, el Antiguo Testamento nos refiere que “Moisés había subido al monte Sinaí, y allí había tenido la revelación de Dios. Había pedido ver su gloria, pero Dios le había respondido que no lo vería cara a cara, sino sólo de espaldas (cf. Ex 33, 18-23). De modo análogo, también Elías tuvo una revelación de Dios en el monte: una manifestación más íntima, no con una tempestad, ni con un terremoto o con el fuego, sino con una brisa ligera (cf. 1 R 19, 11-13).”[3]

Así en otro monte, esta vez del Nuevo Testamento, los discípulos elegidos presenciarán la revelación de Dios en su Hijo Jesucristo. En un ambiente de intimidad entre el Maestro y sus discípulos – significativamente el texto dice «los llevó aparte»-, Jesús se transfigura en presencia de ellos: «su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz».

Podemos interpretar esta transfiguración de Jesús como la revelación de Dios en Cristo, y también, como la revelación del mismo Jesús a sus discípulos. Ante ellos, el Maestro se muestra en su naturaleza más íntima. La luz de su rostro simplemente manifiesta la luminosidad de su corazón, la luminosidad de su ser más íntimo y auténtico. Se trata de la luminosidad del Hijo de Dios que la Iglesia expresa con las hermosas palabras del Credo Niceno-constantinopolitano: «Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre».[4]      

Cristo manifiesta plenamente el hombre al propio hombre

Y en este acontecimiento de revelación -del cual los apóstoles han sido partícipes y nos legan su testimonio en el Evangelio-, Jesús al revelar su naturaleza íntima de Hijo de Dios nos revela también nuestra propia vocación y misterio. No en vano enseña el Concilio Vaticano II que “el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado”, pues Cristo, “en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación.”[5]

Sí, Jesucristo no sólo manifiesta la naturaleza de Dios, sino que al hacerlo manifiesta también la verdadera naturaleza humana y la grandeza de su vocación.

La luminosidad del rostro de Cristo es la luminosidad del rostro de Dios, pero también, en el rostro de Cristo, contemplamos el rostro luminoso del hombre redimido, contemplamos el rostro de la humanidad plena. Y al contemplar el rostro de la humanidad plena y redimida descubrimos el plan de Dios para cada uno de nosotros.

«Mientras bajaban del monte…»

Seguramente, también nosotros, como Pedro, quisiéramos quedarnos contemplando el rostro luminoso de Cristo, el rostro de la humanidad redimida. También nosotros quisiéramos decirle a Jesús: «Señor, ¡qué bien estamos aquí! Si quieres, levantaré aquí mismo tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías» (Mt 17,4).

Sin embargo, el evangelio nos invita a bajar del monte. En la contemplación de la transfiguración de Jesús se nos anticipa la hermosura y luminosidad de nuestra condición redimida, pero también se nos señala que esta luminosidad es fruto del seguimiento de Jesús en su Misterio Pascual; es decir, en su camino de cruz, muerte y resurrección.

La luz pascual es luz redentora porque ha asumido en sí la oscuridad y las sombras del pecado, de la fragilidad, de las heridas y de los dolores. Sí, también nosotros queremos dejarnos iluminar por la luz de Jesús en la oscuridad de nuestros pecados, fragilidades y heridas.

Una vez más volvemos a comprender el sentido del pecado y la debilidad en nuestra propia vida. A veces quisiéramos que todo fuese luminoso en nuestra vida personal o familiar, a veces quisiéramos que todo fuese claro y esplendoroso en nuestra vida de fe. Y cuando tropezamos con alguna dificultad, cuando tropezamos con el pecado -propio o de los demás-, nos confundimos y nos entregamos a las sombras del desánimo y la desesperanza.

Sin embargo, el camino pascual de Jesús –y la luz que irradia ese camino- nos muestra que muchas veces, nuestro propio pecado y el de los demás es la oportunidad para dejarnos iluminar por Cristo en la verdad y la misericordia.

La presencia del pecado en nuestra vida y en la vida de la Iglesia es un llamado a luchar día a día para que la luz de Cristo penetre en todos los rincones de nuestra vida. La oscuridad es una oportunidad para que la luz resplandezca con mayor fuerza. No nos desanimemos.

Dejemos que Cristo ilumine todas las dimensiones de nuestra vida, también nuestras fragilidades, entonces nuestros rostros resplandecerán con la luz de Cristo Jesús, la luz pascual, la luz de la redención.

A María, cuyo “Santuario irradia sobre nuestro tiempo los resplandores y la gloria del Sol del Tabor”[6], le pedimos que nos ayude a resplandecer como milagros de humildad, confianza, paciencia y amor; de tal modo que la luminosidad del Evangelio de la misericordia “llegue hasta los confines de la tierra y ninguna periferia se prive de su luz”[7]. Amén.

[1] BENEDICTO XVI, Homilía del 20 de marzo del 2011 [en línea]. [Fecha de consulta: 6 de agosto de 2017]. Disponible en: <http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/homilies/2011/documents/hf_ben-xvi_hom_20110320_san-corbiniano.html>
[2] MISAL ROMANO, Fiesta de la Transfiguración del Señor, Oración Colecta.
[3] BENEDICTO XVI, Homilía del 20 de marzo de 2011…
[4] CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, El Credo, Credo de Nicea Constantinopla [en línea]. [Fecha de consulta: 6 de agosto de 2017]. Disponible en: <http://www.vatican.va/archive/catechism_sp/p1s1c3a2_sp.html>
[5] CONCILIO VATICANO II, Constitución pastoral Gaudium et Spes sobre la Iglesia en el mundo actual, 22.
[6] P. JOSÉ KENTENICH, Hacia el Padre 196.
[7] PAPA FRANCISCO, Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium sobre el anuncio del Evangelio en el mundo actual, 288.

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