Publicado el 2015-12-24 In José Kentenich

En la Navidad del Año Santo de la Misericordia – la carta navideña que el Padre Kentenich escribió a Schoenstatt hace 50 años

Redacción Schoenstatt.org – Buenos Aires, Ciudad del Cabo, Schoenstatt, Madrid, Colonia, Viena – Navidad 2015 •

«Lo más importante para nosotros es Dios: el Padre y su amor misericordioso. Como venimos enseñando desde el comienzo de la historia de nuestra Familia, Dios no nos ama porque nosotros seamos buenos y nos hayamos portado bien, sino precisamente porque es nuestro Padre. Porque su amor misericordioso fluye con más riqueza hacia nosotros cuando aceptamos con alegría nuestros límites, nuestras debilidades y miserias, porque las consideramos como razón esencial para que su corazón se abra y nos compenetre su amor.»

Un saludo del Padre Kentenich a su familia en esta Navidad de la Misericordia, escrito hace 50 años y escrito como para hoy.

Recordamos este 24 de diciembre de 2015, en la Nochebuena, un evento que para los que lo vivieron hace 50 años fue un «Milagro de la Nochebuena» en todo sentido: Desde Roma, el Padre Kentenich arribó a Schoenstatt en la tarde del 24 de diciembre de 1965. Llegaba a Schoenstatt, después de 14 años de exilio, en la Nochebuena, donde la Familia lo esperaba para darle la bienvenida y donde el Santuario Original le esperaba para volver una vez más a nuestro hogar común y nuestra fuente de gracias específica, sin el cual ni somos ni podemos actuar, ni como Familia del Padre ni como Movimiento apostólico al servicio de la Iglesia y de la sociedad.

Pocos días antes, el Padre Kentenich escribió a la familia de Schoenstatt una «Carta para la Navidad», una carta que resume y explica el dolor y los frutos de Milwaukee, destacando como fruto más importante la experiencia vital del «Padre y su amor misericordioso». Pocos meses después sellará solemnemente, en nombre de toda la familia, una alianza con Dios Padre, con el Padre misericordioso.

Compartimos esta carta como material disponible y recomendada para todos.

Carta del Padre y Fundador, José Kentenich, a su Familia de Schoenstatt

                                                                                         Roma, 13 de diciembre de 1965

Querida Familia de Schoenstatt:

La próxima fiesta de Navidad nos impulsa más que nunca a volver la mirada hacia los años pasados. El corazón, el entendimiento, la memoria y la fantasía se concentran en la fiesta de Navidad de 1941 y los sucesos que la rodean. Los puntos de comparación entre los hechos de aquel entonces y los de hoy son muchos e importantes.

En el centro se halla el “milagro de la Nochebuena” y la “visión de la Candelaria”. La Familia está hondamente compenetrada del significado de ambos acontecimientos, por lo que, es superfluo hacer consideraciones al respecto.

El milagro de la Nochebuena es para nosotros una intervención singular de lo divino en nuestra Familia, y una irrupción en el interior de cada uno, como también una manifestación de Dios en cada personalidad y en la comunidad. Como comprobación exterior y visible de esta compenetración divina y de la elevación del individuo y de la comunidad, esperábamos la caída de las cadenas exteriores que pesaban sobre la Obra y sobre sus instrumentos. Tanto lo uno como lo otro se hizo realidad plena, durante y después de la primera prisión.

La segunda prisión, desde 1951 a 1965, hizo que en nosotros se albergaran las mismas grandes esperanzas y el mismo anhelo. El 22 de octubre de 1965, mirando retrospectivamente los catorce años transcurridos, pudimos cantar con más razón que en 1945 nuestro “Cántico de gratitud”. Pudimos constatar que no sólo habían caído las pesadas cadenas exteriores sino también las cadenas interiores, y en tal medida, que la Familia aún no tomó conciencia de cuán grande es el espíritu de la propia libertad a fin de estar disponible para Dios, su voluntad y sus deseos.

Aún hoy no comprendemos totalmente cómo se ha realizado la nueva imagen del Padre, del hijo(a) y de la comunidad. Es una realidad que, esperamos, llegue a ser un regalo perenne para todas las generaciones de nuestra Familia. Esto no significa que hasta el momento no hayamos poseído una idea clara de esta triple imagen. Además sabemos que los rasgos particulares, año tras año, se grabaron y se acentuaron más en cada individuo y en la comunidad. Asimismo, sabemos que esta triple imagen será, hasta el fin de nuestra vida, capaz de desarrollarse y transformarse, hasta que en la visión beatífica (en el Cielo) adquiera su forma definitiva. Pero no debemos dejar de ver cuán profundamente se hizo realidad esta transformación al término de la segunda prisión.

Esto es válido, en primer lugar, para la imagen del Padre. Dios fue siempre, para nosotros, el Padre del amor. Lo demuestra la marcada acentuación de la ley fundamental del mundo que ha determinado y compenetrado desde un principio el espíritu de nuestra Familia. Sabemos, no sólo teórica sino también prácticamente, que la razón del obrar divino es, en último término, el amor. Todo lo que de Él emana proviene del amor, actúa por medio del amor y para el amor. Siempre consideramos que nuestra misión especial es hacer de esta ley divina, de esta ley fundamental del mundo, la ley de nuestra vida y educación. Sabíamos también que en ese amor de Dios teníamos que incluir como característica fundamental, su misericordia. Pero lo que resulta nuevo para nosotros es la grandeza extraordinaria de ese amor divino y misericordioso.

Hasta ahora nos guió más la creencia en el amor justo de Dios, es decir, en cierto modo pensábamos que merecíamos ese amor a causa de nuestras buenas obras y sacrificios de toda índole. Seguiremos manteniendo esa confiada convicción y nos esforzaremos por alegrar al Padre celestial de esta forma; pero, tratándose de la valorización de nuestras obras, tenderemos a no conceder tanta importancia a nuestra cooperación personal.

Lo más importante para nosotros es Dios: el Padre y su amor misericordioso. Como venimos enseñando desde el comienzo de la historia de nuestra Familia, Dios no nos ama porque nosotros seamos buenos y nos hayamos portado bien, sino precisamente porque es nuestro Padre. Porque su amor misericordioso fluye con más riqueza hacia nosotros cuando aceptamos con alegría nuestros límites, nuestras debilidades y miserias, porque las consideramos como razón esencial para que su corazón se abra y nos compenetre su amor.

Por eso, en lo sucesivo, y más que nunca, reconoceremos tener ante Dios dos derechos: su infinita misericordia y nuestra miseria insondable. Con agrado unimos las manos y rezamos:

“Querida Madre y Reina tres veces Admirable de Schoenstatt, vela para que nos experimentemos hijos del Rey, hijos miserables y dignos de misericordia, y de este modo vivamos convencidos de que somos predilectos del amor paternal e infinitamente misericordioso de Dios Padre”.

Con esto hemos descrito, a nuestro modo, la imagen paternal de Dios que tuvo Santa Teresita del Niño Jesús (de Lisieux) y la hemos elegido como ideal. Tal como ella quisiéramos ser, en adelante, no tanto una ofrenda de la justicia, sino una ofrenda de la misericordia. Es decir, que no nos apoyaremos tanto en lo bueno que hayamos hecho, ni en el derecho a una merecida recompensa, sino que confiaremos en todas las circunstancias en la infinita misericordia del Padre Dios y también en nuestra propia miseria, en tanto la aceptemos alegres y seamos conscientes de que así- y de un modo especial- atraeremos la misericordia de Dios sobre nosotros, sobre nuestra Familia, sobre la Iglesia y el mundo entero. “La Santificación de la Vida Diaria” lo expresa diciendo que la debilidad conocida y reconocida del hijo se convierte en la omnipotencia del hijo y la impotencia del Padre.

Con esto queda caracterizada, simultáneamente, la nueva imagen del hijo: es la que pudimos vivir, experimentar, en los últimos catorce años y que queremos legar a las generaciones venideras.

Nuestra imagen de la comunidad manifiesta rasgos supratemporales enmarcados en el contenido integral de nuestra Alianza de Amor. Desde un principio supimos que al hacer la Alianza de Amor con nuestra querida MTA deberíamos considerarla como expresión, protección, seguro y medio para llegar a la Alianza de Amor con la Santísima Trinidad y también entre nosotros. Año tras año experimentamos profundamente los estrechos vínculos que han surgido por todas esas Alianzas. Y como normalmente el grado de alianza entre nosotros estuvo determinado por el grado de alianza con el mundo sobrenatural, nos resulta fácil constatar que al finalizar la segunda prisión, la mutua fusión de corazones entre el Padre, la Madre y los hijos y de los hijos entre sí, adquirió una profundidad misteriosa y fecunda que sólo puede comprenderse hasta cierto punto, a la luz de la fe y sobre la base de la realidad de la intervención divina.

Hoy, para nosotros, es algo lógico saber que todos formamos una inefable comunidad de destinos, de misión y de corazones, como resulta difícil hallar en otra parte. Todos han llevado la misma cruz, la cruz que desde la eternidad estaba pensada para el Padre de la Familia y que, a su debido tiempo, fue colocada sobre sus hombros. Y el peso de la cruz disminuyó porque nadie tuvo que llevarla solo. De esta forma vivimos en una comunión espiritual con, en y por los demás, que nos hace comprender cuál es la imagen del hombre nuevo en la comunidad nueva. Al mismo tiempo, presentimos que nos acercamos a un ideal al que aspira la Iglesia del mañana, impulsada interiormente y –con derecho-a que se le pueda aplicar el elogio: “Mirad como se aman”.

Si miramos a vuelo de pájaro los años pasados, y vemos el resultado de las disposiciones y conducciones divinas, naturalmente se despertarán y profundizarán en nosotros dos actitudes fundamentales: en primer término, la actitud de una inmensa y profunda gratitud. Agradecidos quisiéramos tomar las manos de nuestra querida Madre y Reina tres veces Admirable de Schoenstatt como expresión visible de las manos de la Santísima Trinidad. También queremos agradecernos mutuamente por la fidelidad con la que llevamos la cruz comunitaria, prometiéndonos permanecer fieles en el amor.

Todos los regalos que recibí al cumplir ochenta años, regalos de todas las ramas y miembros de la Familia –que agradezco de todo corazón- los considero como un símbolo de la entrega indisoluble de sus corazones a mi persona, como exponente de la Familia y transparente de la Santísima Trinidad. Yo sé que así lo consideraron ustedes. Sé también que fueron símbolo de su propio corazón. El ofrecimiento y la aceptación expresa, por eso, una mutua fusión de corazones en un grado poco común dentro de la historia de la salvación.

Evidentemente, la sabiduría paternal de Dios y la preocupación maternal de María exigen la vivencia de esta nueva comunidad como ejemplo de la nueva convivencia de la Iglesia, vivencia que los Padres conciliares desean tan fervientemente para la Iglesia en la nueva ribera y a la cual todos quisieran llegar.

Resumiendo, vemos que el corazón y el alma no se cansan de repetir la oración de agradecimiento:

“Gracias por todo, Madre,

todo te lo agradezco de corazón,

y quiero atarme a Ti

con un amor entrañable.

¡Qué hubiese sido de nosotros

sin Ti, sin tu cuidado maternal!    

 

Gracias por que nos salvaste

en grandes necesidades;

gracias porque con amor fiel                          

nos encadenaste a Ti.

Quiero ofrecerte eterna gratitud

Y consagrarme a Ti con indiviso amor.”     (Hacia el Padre, Pág. 178)

Tal como lo hacíamos antes en situaciones similares, tampoco ahora olvidamos el axioma: dones son tareas. Lo que heredamos de nuestros padres queremos conquistarlo para poseerlo, y transmitirlo a las generaciones futuras como un bien sagrado de la tradición.

Resumiendo: este año el milagro de la Nochebuena se hizo realidad en un grado nunca alcanzado hasta ahora. Esto garantiza que año tras año será más perfecto, hasta que la Familia viva su prolongación en la Eternidad. Será algo inefablemente profundo y hermoso cuando podamos saborear y gozar eternamente en nuestro “Schoenstatt celestial”, la nueva imagen del hijo, del Padre y de la comunidad. Cuando se hayan hecho realidad las palabras de San Agustín; “Videbimus et amabimus in fine sine fine(“al final, amaremos y contemplaremos sin fin”)  

En torno a la fiesta de Navidad de 1941 se halla de un modo eminente la visión de la Candelaria (Fiesta del 2 de febrero: La presentación del Señor al Templo e iluminación de Simeón. Lc. 2, 25-35). Sabemos cómo interpretarla y cómo lo hicimos en aquel entonces y sabemos también cuál fue la forma que adoptó al final de la primera prisión.   Desde entonces aspiramos a la visión de la Candelaria para el Santo Padre, el Papa; es decir, para que él tenga una visión más profunda de la originalidad y espiritualidad de Schoenstatt.

En el futuro, los historiadores deberían examinar y exponer lo que en ese sentido se ha hecho y sacrificado en el transcurso de los catorce años pasados. Las generaciones venideras se asombrarán ante la inquebrantable constancia con que la Familia supo afirmar este misterio y realizarlo.

Al final de la segunda prisión, podemos constatar con gran alegría que le fue regalada al Santo Padre –y no en un grado mínimo- esta visión de la Candelaria tan ardientemente anhelada. Sólo así se explica que todos los decretos hayan sido anulados y, más aún, sólo así se entiende el modo en que se realizaron los hechos, es, una vez más, un fruto precioso de los ricos acontecimientos del pasado.

Y sería útil que tanto los miembros como las ramas de la Familia trabajaran intensamente para que los obispos y cardenales de todos los continentes comprendieran dicho misterio.

Quien piense todo esto, en la fiesta de Navidad caerá de rodillas y confesará con alegría: “¡Que hubiese sido de nosotros sin Ti!”, es decir, sin la conducción sobrenatural, incluidos los duros golpes de destino que la sabiduría divina y maternal previeron para la Familia.

El círculo dirigente reunido aquí en Roma, vive de las grandes realidades señaladas en esta carta. Día tras día, trata de penetrar más profundamente en las conexiones internas para entender mejor los planes divinos. Cuanto más plenamente se siente la luz divina, tanto más se acentúa la necesidad de fijar –en adelante- un día al mes para recordar el gran acontecimiento que estamos viviendo, para postgustarlo en forma renovada. Por lo tanto, se trata de un día de recuerdo y renovación, además del 18 y del 20 de cada mes, que lleve a toda la Familia hacia el mundo sobrenatural y hacia los hitos.

Al enviar a cada miembro y a cada rama de la Familia, cordiales saludos para Navidad y Año nuevo, anhelo con ello la bendición de Dios sobre todos nosotros, en el sentido de los años pasados y sobre nuestra misión para el futuro.

Con un saludo cordial y mi bendición sacerdotal,

José Kentenich.

Carta del Padre y Fundador (pdf)

Fotos: arriba – Misa del P. Kentenich en el Santuario de Milwaukee. Abajo: diseño Gisela Ciola

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