Publicado el 2013-11-24 In Jubileo 2014

Indulgencias plenarias en nuestro año jubilar 18 octubre 2013- 26 Octubre 2014

ESPAÑA, P. Carlos Padilla. La indulgencia plenaria es una gracia de Dios, un don, es la expresión de su misericordia. Dios se abaja para levantar al hombre que ha caído y así restaurarlo. La Iglesia, por medio de la indulgencia, nos ayuda a tocar el corazón misericordioso de Dios. Es una gracia que se nos concede para aprender a caminar. Un misterio. No tenemos derecho a recibir la indulgencia, pero sí podemos acogerla con un corazón sencillo y alegre y aceptar así el don para beneficiarnos de él. Esta recepción sólo es posible con humildad y fe. La indulgencia nos purifica, nos limpia, nos devuelve la inocencia perdida. Permite que comience en el corazón un proceso de conversión.

 

Volvemos la mirada al Señor, al buen Pastor, a María que nos espera con los brazos abiertos. El pecado nos aleja de Dios, nos hace sentirnos indignos, impide que el corazón se abra a la gracia. El perdón nos devuelve la vida que habíamos perdido. La indulgencia es una gracia por la que comenzamos un nuevo camino. Se derrama sobre nosotros la gracia de Dios que nos limpia hasta lo profundo y nos hace hombres nuevos. Dios nos perdona de forma infinita, siempre nos espera, nos abraza y ama sin condiciones, su misericordia nos desborda y así, salvados por la mirada de Cristo, podemos volver a empezar.

Este año jubilar queremos abrir el corazón para que su perdón y su amor se derrame en nuestro corazón de forma especial.

Hay dos aspectos especiales, lo primero es que se trata de un regalo que nos hace la Iglesia. Lo segundo es que está unido a nuestro terruño, a nuestro Santuario, a esa tierra de María en la que hemos encontrado nuestro hogar. La gracia del perdón va unida al Santuario más que nunca. Su misericordia infinita va ligada al hecho de peregrinar a nuestra fuente de vida. María es el camino más directo hacia Cristo, hacia Dios Padre, ahora más que nunca. Al mismo tiempo es el camino de Dios hasta nosotros. Nosotros, que amamos el Santuario, y pensamos que es un lugar de gracias especial, este año recibimos el don de que ese perdón, que se nos regala con las indulgencias, esté unido a un momento de estar allí junto a María. Es un regalo que queremos abrir a toda la Iglesia, a cualquier persona que llegue a nuestros Santuarios, a todos los peregrinos.

Los lugares de gracias son lugares santos.

Nuestros Santuarios de Schoenstatt son lugares santos, lugares donde la presencia de Dios es muy especial. María un día estableció allí su morada para siempre y, desde hace casi cien años, derrama abundantes gracias. En este año jubilar, esa grieta que une a Dios con los hombres, se abre más todavía. Por eso podemos recibir el don de la indulgencia todos los días si lo deseamos durante este año jubilar como así ha sido decretado por el Papa Francisco: «El Sumo Pontífice concede la indulgencia plenaria que se ganará con las acostumbradas condiciones (confesión, comunión eucarística y oración por las intenciones del Sumo Pontífice), a todos los miembros de la Obra de Schoenstatt y a otros fieles Cristianos que estén celebrando el jubileo, sinceramente arrepentidos, unidos de corazón a las finalidades espirituales del Año de la Fe. Podrá ser obtenida desde el 18 de octubre (2013) hasta el 26 de octubre de 2014 por cuantos participen en algunas de las celebraciones del Año Jubilar o realicen algún piadoso ejercicio o al menos dediquen un adecuado espacio de tiempo a piadosas meditaciones». Es una brecha abierta entre el cielo y la tierra por la que se derrama la gracia de Dios. Llegamos al Santuario, descansamos en María, y nos dejamos tocar por la gracia del lugar santo. Basta con un momento de oración, un encuentro personal con María.

Las condiciones que la Iglesia pide son los pasos que permiten que el corazón se abra al don de Dios.

La indulgencia abre un camino de conversión en el alma.

En primer lugar se nos pide que nos confesemos. Confesarnos con un buen examen de conciencia previo, mirando el corazón en lo más profundo y exponiendo con humildad nuestras faltas. La confesión nos libera. Recibimos el perdón en el acto de humillarnos. Arrodillados, humillados, lo entregamos todo, abrimos el corazón, manifestamos nuestra debilidad, nos mostramos frágiles y recibimos como gracia el perdón de nuestros pecados. Es el primer acto del camino de conversión. Sin confesión no es posible que nos podamos convertir. A la confesión se le pone un plazo, para que no nos olvidemos. Nos podemos confesar dentro de los catorce días posteriores a la visita al Santuario o en los catorce días previos. Al poner este plazo, la Iglesia se asegura que, después de visitar un lugar santo, en este caso nuestro Santuario, no nos olvidemos de confesarnos. Por eso no se trata de confesarnos todos los días que vengamos al Santuario, no es el sentido de la confesión. Es algo más profundo. Este año de gracias es un año importante para que aprendamos a confesarnos bien, preparando lo que vamos a decir, profundizando en nuestro mundo interior. A veces decimos todo lo bueno que hacemos y luego, con ligereza, mencionamos algunas faltas. Es necesario mirar nuestra vida a la luz de nuestro ideal personal, de nuestro ideal de vida, y reconocer que somos débiles y pequeños.

El segundo paso que la Iglesia nos pide es participar en una eucaristía. Una vez que hemos confesado nuestras culpas y hemos recibido la gracia del perdón, participamos en la eucaristía. Para recibir la indulgencia se trata de ir a misa ese mismo día. Experimentamos el amor de Dios. Recibimos su Cuerpo y su Sangre y nos hacemos parte de su vida. Cristo viene a nosotros para que nosotros vayamos siempre hacia Él. La eucaristía es la plenitud del amor en nuestra vida.

El tercer paso es la oración por el Papa y sus intenciones. El pecado nos rompe por dentro, nos aleja de nosotros mismos y de Dios. Pero también nos separa de la Iglesia. Por eso, una vez restituida la relación con Dios y con nosotros mismos, a través de la confesión y la eucaristía, nos unimos a la Iglesia en la oración por el Santo Padre. Nos sentimos parte de la Iglesia. No vamos solos en el camino. Nos necesitamos los unos a los otros. El bien que yo hago es un bien para los otros, una gracia. El mal que hago es la ausencia de bien, de gracia. Caminamos en comunión con nuestros hermanos. Los que hemos comido de un mismo pan y bebido de un mismo vino somos parte de un mismo Dios, de una misma Iglesia. Pedimos por la Iglesia, por el Papa que la representa y por sus intenciones. Podemos concretarlo en el rezo de un padrenuestro, un avemaría y un credo. Es la forma más sencilla de unirnos con toda la Iglesia. Es conveniente que la comunión y la oración por las intenciones del Papa se realicen el mismo día.

La indulgencia se puede aplicar por los difuntos, pero no por los vivos. Las almas de las personas a las que queremos puede que se estén en el purgatorio, no lo sabemos. Por ellos podemos ofrecer las indulgencias. El sacerdote ofrece la misa por uno o varios difuntos cada día. Rezamos para que Dios los acoja en su Reino, perdone sus faltas, les regale su amor y puedan así descansar ya en paz a su lado para siempre. Nuestra oración por los difuntos es fundamental y no podemos olvidarla. Necesitan nuestro sí y nuestra entrega. Necesitan nuestra fidelidad en la oración y nuestro amor. Podemos ofrecer las indulgencias por los difuntos que llevamos en el corazón y necesitan nuestra colaboración.

La indulgencia la pueden recibir aquellos enfermos que, por razón de su enfermedad, no puedan venir al Santuario. Dice el Santo Padre: «Aquellos miembros de la Obra de Schoenstatt que, por enfermedad o por otras graves causas, están impedidos para participar en las celebraciones jubilares, pueden, en el mismo lugar en que se ven impedidos, obtener la Indulgencia Plenaria». Los enfermos ofrecen mucho con su sufrimiento. Ellos reciben la gracia de la indulgencia desde sus hogares, porque les resulta difícil desplazarse hasta el Santuario. Pedimos que este tiempo de gracia sea un tiempo muy bendecido para todos aquellos que, en su enfermedad, se unen de forma muy concreta a la cruz de Cristo.

Al mismo tiempo, ojalá que este año sea para cada uno de nosotros un año de perdón.

Llevamos muchas cosas guardadas en el corazón. Heridas, rencores, ofensas no perdonadas. Un año de indulgencias es un año de perdón, de reconciliación, de paz, un tiempo para volver a comenzar. Le pedimos a Dios que nos enseñe a perdonar y a olvidar de corazón. El abrazo misericordioso de Dios, que siempre es inmenso, este año quiere hacerse palpable en un lugar concreto, en el Santuario y a través de nuestra propia vida. Pedimos que las indulgencias que recibamos cambien nuestro corazón. Pedimos que llegue la conversión a nosotros y a través de nuestro amor a muchos. La Iglesia nos invita a que este perdón se convierta en regalo para otros. No nos lo queremos guardar egoístamente. Le pedimos a Dios que nos ayude a aprender a mirar más allá de nosotros mismos, de nuestros egoísmos e intereses. Queremos sentirnos en familia con toda la Iglesia. La indulgencia nos ayuda a sentirnos unidos y responsables los unos de los otros, una familia que camina, misteriosamente unida, hacia el cielo. Es bonito pensar que este año el Santuario va a ser lugar de perdón, de misericordia, de paz. Desde allí van a salir miles de oraciones por la Iglesia, por el Papa, por aquellos que nos han precedido en la vida.

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Indulgencias plenarias en nuestro año jubilar 18 octubre 2013- 26 Octubre 2014

ESPAÑA, P. Carlos Padilla. La indulgencia plenaria es una gracia de Dios, un don, es la expresión de su misericordia. Dios se abaja para levantar al hombre que ha caído y así restaurarlo. La Iglesia, por medio de la indulgencia, nos ayuda a tocar el corazón misericordioso de Dios. Es una gracia que se nos concede para aprender a caminar. Un misterio. No tenemos derecho a recibir la indulgencia, pero sí podemos acogerla con un corazón sencillo y alegre y aceptar así el don para beneficiarnos de él. Esta recepción sólo es posible con humildad y fe. La indulgencia nos purifica, nos limpia, nos devuelve la inocencia perdida. Permite que comience en el corazón un proceso de conversión.

 

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