Publicado el 2015-07-28 In Alianza solidaria con Francisco, Francisco - Mensaje, Iglesia - Francisco - Movimientos

No “balconeamos” la vida, vamos al barro… vamos a la Santa Misa con Francisco

FRANCISCO EN PARAGUAY, Marité y Ramón Marini / Maria Fischer

Ya han transcurrido dos semanas desde la multitudinaria Eucaristía – casi dos millones de peregrinos – que celebró el Papa Francisco en Ñu Guazú, en las afueras de Asunción. Recordamos el bellísimo retablo de maíz y cocos con los nombres, las inquietudes y las intenciones de miles de personas que las escribieron en los cocos. Recordamos el relato y las fotos de José Argüello, de la vigilia nocturna con el título: Sirviendo con los pies en el barro…

Aquí estamos, tratando de asimilar todo lo vivido con el Santo Padre. Fue algo extraordinario, maravilloso. El cariño demostrado por el pueblo paraguayo fue de una magnitud increíble. El altar donde el Papa Francisco celebró la Santa Misa del domingo, apareció en la prensa internacional. Entre tantos ministros de la comunión, también estuvimos Marité y yo.
Rezamos por todos.

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Vamos… Jesús no “balconeó” la vida

Hemos vivido momentos inolvidables. Con Marité nos habíamos anotado para ser Ministros de la Eucaristía en la Misa del domingo.
Pero hubo tantos comentarios en contra, que (a causa de la lluvia de los días previos) el lugar era un inmenso lodazal (y eso era verdad), que no había baños, que era peligroso ir por la enorme cantidad de gente, que había que caminar muchísimo para llegar, que había que estar muy temprano, que iba a llover…

Dijimos: mejor nos quedamos en casa y vemos todo por TV.

Pero volviendo de Tupãrenda (estamos haciendo el proyecto para la casa filial de los Padres de Schoenstatt en Tupãrenda) escuchamos por radio los mensajes del Papa preparando su venida. Repitieron varias veces: «No ‘balconeen’ la vida, Jesús no ‘balconeó’ la vida, se metió en ella, ¡métanse en la vida!»

Llegué a casa y le dije a Marité: Vamos. Y ella aceptó de inmediato.

Fuimos… Tuvimos que caminar mucho… salir a las 5 de la mañana de casa (la Santa Misa era a las 10, terminó todo a las 12). El día fue espléndido, el grupo humano de ministros, maravilloso, el público con una piedad inusual, los silencios eran profundos, los baños a pocos metros… y había barro. Pero al concluir, la sensación fue hermosa. Lo vimos al Papa por las pantallas, pero escucharlo hablar es un bálsamo…

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El Papa llegó a nuestro barro

«Todo ha sido tremendamente emocionante», cuenta José Argüello, por Whatsapp, aun desde Ñu Guazú, y después pregunta: «¿Cuánta gente ha dicho la prensa que hubo?» Al escuchar el primer número difundido – 600.000 – se siente la desilusión de un joven, de un voluntario, de un entusiasta, que había dado todo en servicio, en vigilia, en oración, para que esto sea una vivencia multitudinaria y bendecida para la gente y para el mismo Papa: «Qué poco…» Una sensación frecuente entre todos los que se esfuerzan desde lo más profundo de su corazón para ofrecer algo precioso para muchos… y que deben entender que por comodidad, por falta de interés, por falta de tiempo, se rechaza la oferta (cosa que también conocemos en el equipo de Schoenstatt.org… donde tantas veces miramos la cantidad – o mejor dicho, la poquedad – de quienes han leído un articulo redactado con tanto compromiso). Sigue José: El lugar era muy incómodo, un lodazal… durante toda la madrugada hubo gente que se iba retirando…»

“Pero nosotros nos quedamos, porque el Papa llegó a nuestro barro”.

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Homilía del Santo Padre en Ñu Guazú, 12 de julio de 2015

«El Señor nos dará la lluvia y nuestra tierra dará su fruto», así dice el Salmo (84,13). Esto estamos invitados a celebrar, esa misteriosa comunión entre Dios y su Pueblo, entre Dios y nosotros. La lluvia es signo de su presencia en la tierra trabajada por nuestras manos. Una comunión que siempre da fruto, que siempre da vida. Esta confianza brota de la fe, saber que contamos con su gracia, que siempre transformará y regará nuestra tierra.

Una confianza que se aprende, que se educa. Una confianza que se va gestando en el seno de una comunidad, en la vida de una familia. Una confianza que se vuelve testimonio en los rostros de tantos que nos estimulan a seguir a Jesús, a ser discípulos de Aquel que no decepciona jamás. El discípulo se siente invitado a confiar, se siente invitado por Jesús a ser amigo, a compartir su suerte, a compartir su vida. «A ustedes no los llamo siervos, los llamo amigos porque les di a conocer todo lo que sabía de mi Padre» (Jn 15,15). Los discípulos son aquellos que aprenden a vivir en la confianza de la amistad de Jesús.

Y el Evangelio nos habla de este discipulado. Nos presenta la cédula de identidad del cristiano. Su carta de presentación, su credencial.

Jesús llama a sus discípulos y los envía dándoles reglas claras, precisas. Los desafía con una serie de actitudes, comportamientos que deben tener. Y no son pocas las veces que nos pueden parecer exageradas o absurdas; actitudes que serían más fácil leerlas simbólicamente o «espiritualmente». Pero Jesús es bien claro. No les dice: «Hagan como que…» o «hagan lo que puedan».

Recordemos juntos esas recomendaciones: «No lleven para el camino más que un bastón; ni pan, ni alforja, ni dinero… permanezcan en la casa donde les den alojamiento» (cf. Mc 6,8-11). Parecería algo imposible.

Podríamos concentrarnos en las palabras: «pan», «dinero», «alforja», «bastón», «sandalias», «túnica». Y es lícito. Pero me parece que hay una palabra clave, que podría pasar desapercibida frente a la contundencia de las que acabo de enumerar. Una palabra central en la espiritualidad cristiana, en la experiencia del discipulado: hospitalidad. Jesús como buen maestro, pedagogo, los envía a vivir la hospitalidad. Les dice: «Permanezcan donde les den alojamiento». Los envía a aprender una de las características fundamentales de la comunidad creyente. Podríamos decir que cristiano es aquel que aprendió a hospedar, que aprendió a alojar.

Jesús no los envía como poderosos, como dueños, jefes o cargados de leyes, normas; por el contrario, les muestra que el camino del cristiano es simplemente transformar el corazón. El suyo, y ayudar a transformar el de los demás. Aprender a vivir de otra manera, con otra ley, bajo otra norma. Es pasar de la lógica del egoísmo, de la clausura, de la lucha, de la división, de la superioridad, a la lógica de la vida, de la gratuidad, del amor. De la lógica del dominio, del aplastar, manipular, a la lógica del acoger, recibir y cuidar.

Son dos las lógicas que están en juego, dos maneras de afrontar la vida y de afrontar la misión.

Cuántas veces pensamos la misión sobre la base de proyectos o programas. Cuántas veces imaginamos la evangelización en torno a miles de estrategias, tácticas, maniobras, artimañas, buscando que las personas se conviertan a base de nuestros argumentos. Hoy el Señor nos lo dice muy claramente: en la lógica del Evangelio no se convence con los argumentos, con las estrategias, con las tácticas, sino simplemente aprendiendo a alojar, a hospedar.

La Iglesia es madre de corazón abierto que sabe acoger, recibir, especialmente a quien tiene necesidad de mayor cuidado, que está en mayor dificultad. La Iglesia, como la quería Jesús, es la casa de la hospitalidad. Y cuánto bien podemos hacer si nos animamos a aprender este lenguaje de la hospitalidad, este lenguaje de recibir, de acoger. Cuántas heridas, cuánta desesperanza se puede curar en un hogar donde uno se pueda sentir recibido. Para eso hay que tener las puertas abiertas, sobre todo las puertas del corazón.

Hospitalidad con el hambriento, con el sediento, con el forastero, con el desnudo, con el enfermo, con el preso (cf. Mt 25,34-37), con el leproso, con el paralítico. Hospitalidad con el que no piensa como nosotros, con el que no tiene fe o la ha perdido. Y, a veces, por culpa nuestra. Hospitalidad con el perseguido, con el desempleado. Hospitalidad con las culturas diferentes, de las cuales esta tierra paraguaya es tan rica. Hospitalidad con el pecador, porque cada uno de nosotros también lo es.

Tantas veces nos olvidamos que hay un mal que precede a nuestros pecados, que viene antes. Hay una raíz que causa tanto, pero tanto, daño, y que destruye silenciosamente tantas vidas. Hay un mal que, poco a poco, va haciendo nido en nuestro corazón y «comiendo» nuestra vitalidad: la soledad. Soledad que puede tener muchas causas, muchos motivos. Cuánto destruye la vida y cuánto mal nos hace. Nos va apartando de los demás, de Dios, de la comunidad. Nos va encerrando en nosotros mismos. De ahí que lo propio de la Iglesia, de esta madre, no sea principalmente gestionar cosas, proyectos, sino aprender la fraternidad con los demás. Es la fraternidad acogedora, el mejor testimonio que Dios es Padre, porque «de esto sabrán todos que ustedes son mis discípulos, si se aman los unos a los otros» (Jn 13,35).

De esta manera, Jesús nos abre a una nueva lógica. Un horizonte lleno de vida, de belleza, de verdad, de plenitud.

Dios nunca cierra horizontes, Dios nunca es pasivo a la vida, nunca es pasivo al sufrimiento de sus hijos. Dios nunca se deja ganar en generosidad. Por eso nos envía a su Hijo, lo dona, lo entrega, lo comparte; para que aprendamos el camino de la fraternidad, el camino del don. Es definitivamente un nuevo horizonte, es una nueva palabra, para tantas situaciones de exclusión, disgregación, encierro, aislamiento. Es una palabra que rompe el silencio de la soledad.

Y cuando estemos cansados, o se nos haga pesada la tarea de evangelizar, es bueno recordar que la vida que Jesús nos propone responde a las necesidades más hondas de las personas, porque todos hemos sido creados para la amistad con Jesús y para el amor fraterno (cf. Evangelii gaudium, 265).

Hay algo que es cierto: no podemos obligar a nadie a recibirnos, a hospedarnos; es cierto y es parte de nuestra pobreza y de nuestra libertad. Pero también es cierto que nadie puede obligarnos a no ser acogedores, hospederos de la vida de nuestro Pueblo. Nadie puede pedirnos que no recibamos y abracemos la vida de nuestros hermanos, especialmente la vida de los que han perdido la esperanza y el gusto por vivir. Qué lindo es imaginarnos nuestras parroquias, comunidades, capillas, donde están los cristianos, no con las puertas cerradas sino como verdaderos centros de encuentro entre nosotros y con Dios. Como lugares de hospitalidad y de acogida.

La Iglesia es madre, como María. En ella tenemos un modelo. Alojar como María, que no dominó ni se adueñó de la Palabra de Dios sino que, por el contrario, la hospedó, la gestó, y la entregó.

Alojar como la tierra, que no domina la semilla, sino que la recibe, la nutre y la germina.

Así queremos ser los cristianos, así queremos vivir la fe en este suelo paraguayo, como María, alojando la vida de Dios en nuestros hermanos con la confianza, con la certeza que «el Señor nos dará la lluvia y nuestra tierra dará su fruto». Que así sea.

Ángelus Domini, 12 de julio de 2015

Agradezco al Señor Arzobispo de Asunción, Mons. Edmundo Ponziano Valenzuela Mellid, y al Señor Arzobispo [ortodoxo] de Sudamérica, Tarasios, las amables palabras.

Al terminar esta celebración dirigimos nuestra mirada confiada a la Virgen María, Madre de Dios y Madre nuestra. Ella es el regalo de Jesús a su pueblo. Nos la dio como madre en la hora de la cruz y del sufrimiento. Es fruto de la entrega de Cristo por nosotros. Y, desde entonces, siempre ha estado y estará con sus hijos, especialmente los más pequeños y necesitados.

Ella ha entrado en el tejido de la historia de nuestros pueblos y sus gentes. Como en tantos otros países de Latinoamérica, la fe de los paraguayos está impregnada de amor a la Virgen. Acuden con confianza a su madre, le abren su corazón y le confían sus alegrías y sus penas, sus ilusiones y sus sufrimientos. La Virgen los consuela y con la ternura de su amor les enciende la esperanza. No dejen de invocar y confiar en María, madre de misericordia para todos sus hijos sin distinción.

A la Virgen, que perseveró con los Apóstoles en espera del Espíritu Santo (cf. Hch 1,13-14), le pido también que vele por la Iglesia, y fortalezca los vínculos fraternos entre todos sus miembros. Que con la ayuda de María, la Iglesia sea casa de todos, una casa que sepa hospedar, una madre para todos los pueblos.

Queridos hermanos: les pido, por favor, que no se olviden de rezar por mí. Yo sé muy bien cuánto se quiere al Papa en Paraguay. También los llevo en mi corazón y rezo por ustedes y por su País.

Y ahora los invito a rezar el Ángelus a la Virgen.

Bendición

Que el Señor los bendiga y los proteja, haga brillar su Rostro sobre ustedes y les otorgue su misericordia. Vuelva su mirada hacia ustedes y les conceda la paz. La bendición de Dios Todopoderoso, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo descienda sobre ustedes y permanezca para siempre.

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Todas las fotos: Gentileza de Sebastián Woitas, Servicios fotograficos #72ph, Asunción, Paraguay

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