Publicado el 2016-10-09 In Temas - Opiniones

Adorar al Señor con un canto nuevo

La Liturgia de la Palabra de este domingo nos presenta textos que nos llevan a meditar en torno a la gratitud para con Dios. Tanto el relato de la curación de Naamán (cf. 2Rey 5, 10. 14-17) como el relato de la curación de los diez leprosos en el evangelio (cf. Lc 17, 11-19) apuntan en esa dirección.

Ahora reconozco a Dios

Iniciemos nuestra meditación a partir del texto de la primera lectura, tomada del Segundo libro de los Reyes (2Rey 5, 10. 14-17). Allí se nos muestra cómo Naamán, que era «jefe del ejército del rey de Aram» (2Rey 5,1), acude al profeta Eliseo buscando ser curado de su lepra. El profeta lo envía a bañarse en el río Jordán y como resultado de ello «su carne se volvió como la de un muchacho joven y quedó limpio» (2Rey 5,14b).

Ante esta situación, Naamán el sirio (cf. Lc 4,27), vuelve a la presencia del profeta Eliseo para reconocer la acción de Dios: «”Ahora reconozco que no hay Dios en toda la tierra, a no ser en Israel.”» (2Rey 5,15). Pero todavía Naamán da un paso más. El reconocer la acción de Dios en su vida lo lleva a ofrecerle culto: «Tu servidor no ofrecerá holocaustos ni sacrificios a otros dioses, fuera del Señor» (2Rey 5,17).

Me parece importante que nos detengamos a reflexionar en esto. El texto del Segundo libro de los Reyes nos presenta a un extranjero, es decir, a alguien que no es miembro del pueblo de Israel reconociendo al Señor como Dios. Y por ello, se compromete a ofrecerle culto exclusivo a Él. En el mundo de la antigüedad, el politeísmo era corriente. Cada pueblo, cada nación tenía su propia divinidad a la cual rendía culto.

Sin embargo, aquí nos encontramos con un extranjero, que al recibir una bendición del Dios de Israel lo reconoce como verdadero Dios y se compromete a rendirle culto de forma exclusiva. ¿A qué se refiere Naamán con ofrecer holocaustos y sacrificios solo al Señor?

El culto litúrgico

Sin duda podemos pensar que Naamán se refiere al culto litúrgico propiamente tal; es decir al culto que se ofrece por medio de la oración y de las acciones y gestos rituales. De hecho, si seguimos leyendo en el Segundo libro de los Reyes encontraremos que Naamán dice al profeta Eliseo: «Que el Señor Dios perdone a su siervo por esto: cuando mi señor entra en el templo de Rimón para postrarse allí en adoración, se apoya en mi brazo de manera que yo tengo que postrarme en el templo de Rimón. Así que, cuando me postro en el templo de Rimón, que el Señor Dios perdone a su siervo por ello.» (2Rey 5,18).

Naamán tendrá que seguir a acompañando a su rey en el culto a sus deidades nacionales, pero sabe que no son Dios, ya que ha conocido que no existe Dios fuera del Dios de Israel (cf. 2Rey 5,15). Por más que se postre en el templo de Rimón su actitud interior no será la de dar culto a los ídolos, porque el culto corresponde solo al Dios vivo.

Lo cual nos lleva a preguntarnos: ¿Qué significa ofrecer culto a Dios? ¿Qué significa adorar al Señor?

“Antes que una serie de prácticas y de fórmulas”, antes que una serie de actos o de palabras y oraciones; rendir culto a Dios implica reconocerlo como Señor, Creador y Padre; implica reconocer su presencia y acción en mi vida y en la realidad toda; implica un aprender a ponerme en su presencia amorosa. Se trata en primer lugar de una actitud interior y de “un modo de estar frente a Dios”.[1]

Así, esta actitud interior se manifiesta en los actos del culto litúrgico pero implica también el rendirle culto con nuestra vida cotidiana, con nuestras opciones y decisiones cotidianas, con nuestro estilo de vida. Lo que celebramos en el culto litúrgico, debemos vivirlo en la vida cotidiana.

Sí, rendimos culto a Dios, adoramos a Dios cuando lo alabamos en la asamblea litúrgica y cuando lo testimoniamos en la vida cotidiana: “a esta adoración pertenece el culto, la liturgia en sentido propio; pero a ella pertenece también una  vida según la voluntad de Dios, que es una parte imprescindible de la verdadera adoración.”[2]

No en vano dice el salmista: «Canten al Señor un canto nuevo, porque él hizo maravillas… …Aclame al Señor toda la tierra, prorrumpan en cantos jubilosos» (Sal 97, 1. 4). Sí, el «canto nuevo» es el canto de la alabanza litúrgica, pero es sobre todo el canto de una vida nueva, el canto de una vida conforme a su voluntad.

Gratitud para con Dios

En el mismo sentido se expresa el evangelio de hoy (Lc 17, 11-19). Diez leprosos se acercan a Jesús implorando el don de su sanación, «al verlos, Jesús les dijo: “Vayan a presentarse a los sacerdotes”. Y en el camino quedaron purificados.» (Lc 17,14). También ellos experimentaron la presencia y la acción de Dios en sus vidas, pero solo «uno de ellos, al comprobar que estaba sanado, volvió atrás alabando a Dios en voz alta y se arrojó a los pies de Jesús con el rostro en tierra, dándole gracias.» (Lc 17, 15-16).

Se  nos muestran aquí dos aspectos más que pertenecen al culto verdadero. El culto es fundamentalmente alabanza, es decir, reconocimiento de la acción misericordiosa de Dios en favor de su pueblo, y por eso es testimonio. Alabar a Dios en voz alta, significa dar testimonio de su acción salvífica. Y el culto es también gratitud. Gratitud no solamente por el don recibido, sino gratitud por la vida con Dios, gratitud por lo que Él es: nuestro Padre.

Cuando Jesús pregunta «”¿cómo, no quedaron purificados los diez? Los otros nueve, ¿dónde están? ¿Ninguno volvió a dar gracias a Dios, sino este extranjero?”» (Lc 17, 17-18); no reclama reconocimiento para sí mismo; sino reclama aquello que todo hombre, en justicia, debe a Dios: el reconocerlo como Dios y así reconocerse como creatura que vive de su bondad.

Así, cuando el culto y la oración se vuelven gratitud, el hombre se ubica en la relación justa con Dios y con la realidad. La gratitud nos ayuda a reconocer a Dios como fuente bondadosa de todo don, y nos ayuda a comprendernos a nosotros mismos como beneficiarios de tantos dones y de tanto amor. Así reconocemos a Dios como Padre bueno y misericordioso, y nos reconocemos a nosotros mismos como hijos amados del Padre.

Ahora comprendemos el verdadero sentido del culto a Dios: el culto orienta nuestra vida, nos da nuestra verdadera identidad y con ello el verdadero sentido de nuestra vida. Y así comprendemos el gran don que es para el cristiano el culto litúrgico celebrado en la Eucaristía.

A la Santísima Virgen María, que en su Magníficat (Lc 1, 46-55) entonó un canto nuevo al Señor, le pedimos que  nos enseñe a reconocer a Dios en nuestras vidas y ofrecerle de corazón el culto filial de una vida según su querer. A la Mater le dirigimos nuestra súplica diciendo:

“Haz que la luz del cielo me ilumine,

y mire con fe

cómo el amor del Padre

me acompañó en mi vida.

Fidelidad a la misión

sea mi agradecimiento por sus innumerables dones.”[3] Amén.

 

[1] Cf. PAPA BENEDICTO XVI, Audiencia general del 11 de mayo de 2011, Plaza de San Pedro [en línea]. [fecha de consulta: 8 de octubre de 2016]. Disponible en: <http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/audiences/2011/documents/hf_ben-xvi_aud_20110511.html>
[2] J. RATZINGER, Obras Completas. Tomo XI: Teología de la Liturgia (BAC, Madrid 2014), 9s.
[3] Cf. P. JOSÉ KENTENICH, Hacia el Padre 214.

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