Publicado el 2016-08-21 In Temas - Opiniones

Por la medalla de oro

P. Guillermo Carmona •

Las últimas semanas han sido intensas en acontecimientos sociales, religiosos y deportivos. La vida, ya lo decía Santo Tomás, es un “movimiento permanente” cuya meta es  crecer hacia una mayor plenitud. De entre todos esos hechos, entresaco dos para nuestra meditación: el encuentro del Papa con la juventud en Polonia y las Olimpiadas en Brasil.

1. “Con la mano en el pulso del tiempo”…

Me alegró respirar nuevamente el aire fresco que entra en la Iglesia como soplo del Espíritu. El mensaje del Papa tiene vigencia no sólo para los jóvenes. Todos podemos reencendernos en el fuego de Pentecostés. Es el presupuesto para vivir el “Schoenstatt en salida”.

En el parque Jordán de Blonia, Francisco recordaba sus años de Pastor en Buenos Aires. Apreciaba la entrega y la pasión que le ponían a sus vidas muchos jóvenes: “Es estimulante escucharlos, compartir sus sueños, sus interrogantes y sus ganas de rebelarse contra todos aquellos que dicen que las cosas no pueden cambiar… Decir misericordia es decir oportunidad, decir mañana, compromiso, confianza, apertura, hospitalidad, compasión, sueños.”

¡Qué desafío para nosotros schoenstattianos! Es la promesa de la Mater siempre vigente: “atraeré hacia mí los corazones juveniles y los educaré como instrumentos aptos en mis manos”  ¿Cómo no recordar el corazón juvenil de José Engling, don Joao, Bárbara Kast, la Hna. M. Emilie, la Hna. Fiatis, Mario Hiriart… No depende de la edad: no es importante ponerle años a la vida, sino vida a los años. Y esto se define cada mañana al recordar a quienes que nos esperan y necesitan que le demos una mano y nuestro corazón abierto.

Le duele al Papa recordar a los jóvenes que parecen jubilados antes de tiempo y que “tiran la toalla antes de empezar el partido”. La Alianza con la Mater nos impulsa a no resignarnos; ella no es un sedante, un mensaje suave y dulzón. La vivencia de la Alianza debe alterar nuestra vida acomodaticia y nuestra falta de verdadera acción. La vida de Alianza nos debe impulsar hacia los más altos ideales.

2. Y ya que muchos habrán visto estos días los juegos Olímpicos,

nos vendrá bien recordar algunos jugadores que lucharon más allá de sus fuerzas. Para ganar un partido no hay que abandonarse en la resignación, sino soñar con el triunfo. Hemos tenido sorpresas, ilusiones, desengaños y enseñanzas; medallas de oro, plata y bronce. El Padre Fundador ejemplificaba la forma de vivir nuestra vocación, aplicando la imagen del oro, la plata o el bronce.

Merecemos la medalla de oro cuando hacemos de cada prueba una oportunidad; del dolor, una ocasión para creer. Sabemos que sin la gracia no podemos hacer nada, pero esa gracia nos impulsa al amor que siempre triunfa: ese amor que es paciente, benigno, ingenioso, activo, capaz de perdonar y empezar siempre de nuevo, como decía San Pablo (1Cor13).

Para merecer la medalla de plata hay que hacer todo esto, pero sin regatear nunca la entrega. Algo falta quizás. No es fácil vivir la radicalidad del Evangelio: nadie tiene más amor, que aquél que da la vida por sus amigos, decía Jesús.

Ya es un gran premio ganar la medalla de bronce. La alcanzan luchadores entusiastas, vigorosos, pero que en algún momento se vuelven inconstantes. Todos sabemos que Dios espera mucho de nosotros, pero a veces surge el miedo de jugarnos por entero. Nietzsche tiene una frase que es una gran tentación: “Pongámosle diques a Dios, no vaya ser que nos anegue”.

Hay algo que nos diferencia, no obstante, de los atletas olímpicos: nosotros sabemos que sólo podremos ganar alguna de estas medallas, si dejamos que la Mater triunfe en nosotros. Este valor agregado, nos regala varios cuerpos de ventaja y es bueno aprovecharlo.

Alguien mencionaba que la Asunción de María y su Coronación es la gran medalla de oro con la que Dios la premia para siempre. La aplaudimos en el podio de nuestro corazón y nos alegramos de que haya logrado para siempre la palma de victoria.

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