Publicado el 2016-11-03 In Francisco - Mensaje

Los invito a salir al encuentro de las necesidades más básicas de los que encuentren a su camino…

FRANCISCO EN ROMA – AÑO SANTO DE LA MISERICORDIA •

El miércoles después de la canonización de siete nuevos santos, 19 de octubre, el Papa Francisco comenzó un nuevo ciclo de catequesis, enfocada a lo que para él es el núcleo humano-instrumental en el proceso de misericordia: las obras de la misericordia, el «nada sin nosotros», para decirlo en lenguaje de alianza. Comenzó este ciclo con la obra de dar a comer a los hambrientos, destacando el momento personal, la diferencia entre dar algo durante una campaña de solidaridad (tan importante que sea), y el hacerlo en primera persona, al pobre en un encuentro cara a cara…

Y si tú haces esto, no faltará alguien que diga: «¡Éste está loco porque habla con un pobre!». ¿Miro si puedo acoger de alguna manera a esa persona o intento librarme de ella lo antes posible? Pero quizás sólo pide lo necesario: algo para comer y para beber. Pensemos por un momento: cuántas veces rezamos el «Padre Nuestro», y no obstante no prestamos verdaderamente atención a aquellas palabras: «Danos hoy nuestro pan de cada día».

Mientras el Papa entraba a la Plaza de San Pedro, yo estaba saliendo de Roma, después de unos días de trabajo allá. Antes de partir, vi que me sobraban unas bolsitas de galletas, pan, una botella de jugo y unas manzanas. No entraron en mi valija, entonces… fueron al bolso de mano. Tal vez, encontraré a un «sin techo» para regalarle la comida, pensé, pero en el aeropuerto de Roma no hay, y en la autopista tampoco, y así que, con mi bolso de mano cada vez pesado, entré al avión. Tampoco en Frankfurt encontré a un sin techo; por eso, la bolsa con mi comida, entró al tren junto conmigo y mi gran valija. Al salir de la estación de trenes de mi ciudad, con el taxi ya a la vista para ir a casa, lo vi. Un hombre, tal vez de 60 años, en un rincón medio escondido, donde por las nubes de alcohol y mariguana «vivieron» más… Y me pregunto: ¿Ahora, después de haber llevado el bolso pesado desde Roma a Colonia? Si, justo ahora, no cuando pensé en una manera elegante de despedirme del peso de la bolsa, sino ahora, justo ahora. Freno, giro, y me dirijo hacia el hombre en el suelo. «Buen día», digo. «Es para usted. Si lo quiere. Es todo nuevo…», agrego, como para disculparme. El hombre me mira a los ojos y sonríe, yo lo miro, recuerdo al Papa Francisco y le doy mi mano, y el hombre dice, con una sonrisa tan clara, tan inocente, tan sorprendida: «Gracias, señora, que Dios te bendiga…».

En la tarde del mismo día, leo el texto de la catequesis del Papa Francisco. Y me siento un poco como San Martín en su encuentro con el Señor.

Texto completo de la catequesis del Papa Francisco

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Una de las consecuencias del llamado «bienestar» es la de llevar a las personas a encerrarse en sí mismas, haciéndolas insensibles a las exigencias de los demás. Se hace de todo para ilusionarlas presentándoles modelos de vida efímeros, que desaparecen después de algunos años, como si nuestra vida fuera una moda a seguir y cambiar en cada estación. No es así. La realidad debe ser aceptada y afrontada por aquello que es, y a menudo hace que nos encontremos situaciones de urgente necesidad. Es por eso que, entre las obras de misericordia, se encuentra la llamada del hambre y de la sed: dar de comer a los hambrientos —hoy hay muchos— y de beber al sediento. Cuantas veces los medios de comunicación nos informan sobre poblaciones que sufren la falta de alimento y de agua, con graves consecuencias especialmente para los niños.

Ante ciertas noticias y especialmente ante ciertas imágenes, la opinión pública se siente aludida y nacen de vez en cuando campañas de ayuda para estimular la solidaridad. Las donaciones se vuelven generosas y de esta manera se puede contribuir a aliviar el sufrimiento de muchos. Esta forma de caridad es importante, pero quizás no nos compromete directamente. En cambio cuando, caminando por la calle, nos cruzamos con una persona necesitada, o un pobre llama a la puerta de nuestra casa, es muy distinto, porque ya no estoy ante una imagen, sino que estamos comprometidos en primera persona. Ya no existe distancia alguna entre él o ella y yo, y me siento interpelado. La pobreza en abstracto no nos interpela, pero nos hace pensar, hace que nos lamentemos; pero cuando vemos la pobreza en la carne de un hombre, de una mujer, de un niño, ¡esto sí que nos interpela! Y de ahí, esa costumbre que tenemos de huir de los necesitados, de no acercarnos a ellos, maquillando un poco la realidad de los necesitados con las costumbres de moda para alejarnos de ella. Ya no hay distancia alguna entre el pobre y yo cuando nos cruzamos con él. En estos casos, ¿cuál es mi reacción?, ¿miro hacia otra parte y sigo adelante? o ¿me paro a hablar y me preocupo por su estado? Y si tú haces esto no faltará alguien que diga: « ¡Éste está loco porque habla con un pobre!». ¿Miro si puedo acoger de alguna manera a esa persona o intento librarme de ella lo antes posible? Pero quizás sólo pide lo necesario: algo para comer y para beber. Pensemos por un momento: cuántas veces rezamos el «Padre Nuestro», y no obstante no prestamos verdaderamente atención a aquellas palabras: «Danos hoy nuestro pan de cada día».

En la Biblia, un Salmo dice que Dios es aquel que «da el alimento a todos los seres vivientes» (136, 25). La experiencia del hambre es dura. Algo sabe quién ha vivido periodos de guerra o carestía. Sin embargo esta experiencia se repite cada día y convive junto a la abundancia y el desperdicio. Siempre son actuales las palabras del apóstol Santiago: « ¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien diga tengo fe, si no tiene obras? ¿Acaso podrá salvarle la fe? Si un hermano o una hermana están sin ropa y desprovistos del alimento cotidiano y uno de vosotros les dice: «Iros en paz, calentaos y hartaos», pero no les dais lo necesario para su cuerpo, ¿de qué sirve? Así también la fe, si no tiene obras, está realmente muerta» (2, 14-17) porque es incapaz de hacer obras, de hacer caridad, de amar. Siempre hay alguien que tiene hambre y sed y me necesita. No lo puedo delegar a alguien. Este pobre me necesita, necesita mi ayuda, mi palabra, mi compromiso. Esto nos afecta a todos. Es también la enseñanza de esa página del Evangelio en la cual Jesús, viendo tanta gente que desde hacía horas le seguía, pregunta a sus discípulos: « ¿Dónde vamos a comprar panes para que coman estos?» (Jn 6, 5). Y los discípulos responden: «es imposible, es mejor que tú les despidas…». En cambio Jesús les dice: «No. Dadles vosotros mismos de comer» (cf. Mc 14, 16). Se hace dar los pocos panes y peces que tenían consigo, los bendice, los parte y los distribuye a todos. Es una lección muy importante para nosotros. Nos dice que lo poco que tenemos, si lo ponemos en manos de Jesús y lo compartimos con fe, se convierte en una riqueza superabundante.

El Papa Benedicto XVI, en la Encíclica Caritas in veritate, afirma: «Dar de comer a los hambrientos es un imperativo ético para la Iglesia universal. […]». El derecho a la alimentación así como el derecho al agua, revisten un papel importante para conseguir otros derechos. […] Es necesario, por lo tanto, que madure una conciencia solidaria que conserve el alimento y el acceso al agua como derechos universales de todos los seres humanos, sin distinciones ni discriminaciones» (n. 27). No olvidemos las palabras de Jesús: «Yo soy el pan de la vida» (Jn 6, 35) y «si alguno tiene sed, venga a mí» (Jn 7, 37). Son para todos nosotros, creyentes, una provocación estas palabras, una provocación para reconocer que, a través del dar de comer a los hambrientos y dar de beber a los sedientos, pasa nuestra relación con Dios, un Dios que ha revelado en Jesús su rostro de misericordia.

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