Publicado el 2015-04-25 In Francisco - Mensaje

Una alianza entre varón y mujer

En sus audiencias generales, celebradas el tercer y el cuarto miércoles de abril, en una primaveral Plaza de San Pedro y ante varios miles de fieles y peregrinos procedentes de numerosos países, el Papa Francisco, dedicó su catequesis a la diferencia y a la complementariedad entre el hombre y la mujer, en la que se basa la unión matrimonial y familiar, sostenida por la gracia de Dios.

La familia: varón y mujer (1)

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

La catequesis de hoy está dedicada a un aspecto central del tema de la familia: aquel del gran don que Dios ha dado a la humanidad con la creación del hombre y de la mujer y con el sacramento del Matrimonio. Esta catequesis y la próxima tratan sobre la diferencia y la complementariedad entre el hombre y la mujer, que están al vértice de la creación divina; las dos que seguirán después serán sobre otros temas del Matrimonio.

Iniciamos con un breve comentario del primer relato de la creación, en el Libro del Génesis. Aquí leemos que Dios, después de haber creado el universo y todos los seres vivientes, creó la obra maestra, es decir, el ser humano, que hizo a su propia imagen: “Lo creó a imagen de Dios, los creó varón y mujer”. (Gen 1,27). Así dice el Libro del Génesis.

Como todos sabemos, la diferencia sexual está presente en tantas formas de vida, en la larga escala de los vivientes. Pero sólo en el hombre y en la mujer ésta lleva en sí la imagen y la semejanza de Dios: ¡el texto bíblico lo repite por tres veces en dos versículos (26-27)!: ¡Hombre y mujer son imagen y semejanza de Dios! Esto nos dice que no sólo el hombre por su parte es imagen de Dios, no sólo la mujer por su parte es imagen de Dios, sino también el hombre y la mujer, como pareja, son imagen de Dios. La diferencia entre hombre y mujer no es para la contraposición o la subordinación, sino para la comunión y la generación, siempre a imagen y semejanza de Dios.

La experiencia nos lo enseña: para conocerse bien y crecer armónicamente el ser humano tiene necesidad de la reciprocidad entre hombre y mujer. Cuando esto no sucede, se ven las consecuencias. Estamos hechos para escucharnos y ayudarnos recíprocamente. Podemos decir que sin enriquecimiento recíproco en esta relación – en el pensamiento, en la acción, en los afectos y en el trabajo, también en la fe – los dos no pueden ni siquiera entender profundamente que significa ser hombre y ser mujer.

La cultura moderna y contemporánea ha abierto nuevos espacios, nuevas libertades y nuevas profundidades para el enriquecimiento de la comprensión de esta diferencia. Pero también ha introducido muchas dudas y mucho escepticismo. Por ejemplo, yo me pregunto si la así llamada teoría del género no es también expresión de una frustración y de una resignación que punta a cancelar la diferencia sexual porque no sabe más confrontarse con ella. Nos arriesgamos a dar un paso atrás. La remoción de la diferencia, en efecto, es el problema no la solución. Para resolver sus problemas de relación, el hombre y la mujer deben en cambio hablarse más, escucharse más, conocerse más, quererse más. Deben tratarse con respeto y cooperar con amistad. Con estas bases humanas, sostenidas por la gracia de Dios, es posible proyectar la unión matrimonial y familiar para toda la vida. El vínculo matrimonial y familiar es una cosa seria, lo es para todos, no sólo para los creyentes. Quisiera exhortar a los intelectuales a no abandonar este tema, como si se hubiera transformado en secundario, por el compromiso a favor de una sociedad más libre y más justa.

Dios ha confiado la tierra a la alianza del hombre y de la mujer: su fracaso aridece el mundo de los afectos y oscurece el cielo de la esperanza. Las señales ya son preocupantes, y las vemos. Quisiera indicar, entre las muchas, dos puntos que yo creo que deben empeñarnos con más urgencia.

El primero. Indudablemente debemos hacer mucho más a favor de la mujer, si queremos volver a dar más fuerza a la reciprocidad entre hombres y mujeres. Es necesario, de hecho, que la mujer no sólo sea más escuchada, sino que su voz tenga un peso real, una autoridad reconocida, en la sociedad y en la Iglesia. El mismo modo con el cual Jesús ha considerado a la mujer – pero leamos el Evangelio eh, es así – en un contexto menos favorable del nuestro – porque en aquel tiempo la mujer estaba en segundo lugar, ¿no? Y Jesús la ha considerado de una manera que da una luz potente, que ilumina un camino que lleva lejos, del cual hemos recorrido solamente un pedacito. Todavía no hemos entendido en profundidad cuáles son las cosas que nos puede dar el genio femenino, qué puede dar a la sociedad y también a nosotros, la mujer. Quizás, ver las cosas con otros ojos que complementan el pensamiento de los hombres. Es un camino para recorrer con más creatividad y más audacia.

Una segunda reflexión concierne el tema del hombre y de la mujer creados a imagen de Dios. Me pregunto si la crisis de confianza colectiva en Dios, que nos hace tanto mal, nos hace enfermar de resignación a la incredulidad y al cinismo, no esté también conectada a la crisis de la alianza entre hombre y mujer. En efecto, el relato bíblico, con el gran fresco simbólico sobre el paraíso terrestre y el pecado original, nos dice precisamente que la comunión con Dios se refleja en la comunión de la pareja humana y la pérdida de la confianza en el Padre celestial genera división y conflicto entre hombre y mujer.

De aquí viene la gran responsabilidad de la Iglesia, de todos los creyentes, y ante todo de las familias creyentes, para redescubrir la belleza del designio de Dios también en la alianza entre el hombre y la mujer. La tierra se llena de armonía y de confianza cuando la alianza entre el hombre y la mujer se vive en el bien. Y si el hombre y la mujer la buscan juntos entre ellos y con Dios, sin dudas la encuentran. Jesús nos alienta explícitamente a testimoniar esta belleza, que es la imagen de Dios. Gracias.

La familia: varón y mujer  (II)

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En la catequesis anterior sobre la familia, me detuve sobre el primer relato de la creación del ser humano, en el primer capítulo del Génesis, en donde está escrito: “Y Dios creó al hombre a su imagen; lo creó a imagen de Dios, los creó varón y mujer” (1,27).

Hoy quisiera completar la reflexión con el segundo relato, que encontramos en el segundo capítulo. Aquí leemos que el Señor, después de haber creado el cielo y la tierra “modeló al hombre con arcilla del suelo y sopló en su nariz un aliento de vida. Así el hombre se convirtió en un ser viviente” (2,7). Es el culmen de la creación. Pero falta algo. Luego Dios pone al hombre en un bellísimo jardín, “para que lo cultivara y lo cuidara” (cfr. 2, 15).

El Espíritu Santo, que ha inspirado toda la Biblia, sugiere por un momento la imagen del hombre solo – le falta algo – sin mujer. Y sugiere el pensamiento de Dios, casi el sentimiento de Dios que lo mira, que observa a Adán solo en el jardín: es libre, es señor, pero está solo. Y Dios ve que esto “no está bien”: es como una falta de comunión, le falta una comunión, una falta de plenitud. “No está bien” – dice Dios – y agrega: “Voy a hacerle una ayuda adecuada” (2,18).

Entonces Dios presenta al hombre todos los animales; el hombre da a cada uno de ellos su nombre – y ésta es otra imagen de la señoría del hombre sobre la creación – pero no encuentra en ningún animal el otro similar a sí mismo.  El hombre continúa solo. Cuando finalmente Dios presenta a la mujer, el hombre reconoce exultante que aquella creatura, y sólo aquella, es parte de él: “¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne!” (2, 23). Finalmente, hay un reflejo, una reciprocidad. Y cuando una persona – es un ejemplo para entender bien esto –  quiere dar la mano a otra, debe tener otro adelante: si uno da la mano y no tiene nada, la mano está allí, le falta la reciprocidad. Así era el hombre, le faltaba algo para llegar a su plenitud, le faltaba reciprocidad. La mujer no es una “replica” del hombre; viene directamente del gesto creador de Dios. La imagen de la “costilla” no expresa de ninguna  manera inferioridad o subordinación sino, al contrario, que hombre y mujer son de la misma sustancia y son complementarios. También tienen esta reciprocidad. Y el hecho que – siempre en la parábola –  Dios plasme la mujer mientras el hombre duerme, subraya precisamente que ella no es de ninguna manera creatura del hombre, sino de Dios. Y también sugiere otra cosa: para encontrar a la mujer y podemos decir, para encontrar el amor en la mujer, pero para encontrar la mujer, el hombre primero debe soñarla, y luego la encuentra.

La confianza de Dios en el hombre y en la mujer, a los cuales confía la tierra, es generosa, directa y plena. Pero es aquí que el maligno introduce en su mente la sospecha, la incredulidad, la desconfianza. Y finalmente, llega la desobediencia al mandamiento que los protegía. Caen en aquel delirio de omnipotencia que contamina todo y destruye la armonía. También nosotros lo sentimos dentro de nosotros, tantas veces, todos.

El pecado genera desconfianza y división entre el hombre y la mujer. Su relación será asechada por mil formas de prevaricación y de sometimiento, de seducción engañosa y de prepotencia humillante, hasta aquellas más dramáticas y violentas. La historia trae consigo las huellas. Pensemos, por ejemplo, en los excesos negativos de las culturas patriarcales. Pensemos en las múltiples formas de machismo donde la mujer era considerada de segunda clase. Pensemos en la instrumentalización y mercantilización del cuerpo femenino en la actual cultura mediática. Pero pensemos también en la reciente epidemia de desconfianza, de escepticismo e incluso de hostilidad que se difunde en nuestra cultura – en particular a partir de una comprensible desconfianza de las mujeres – con respecto a una alianza entre hombre y mujer que sea capaz, al mismo tiempo, de afinar la intimidad de la comunión y de custodiar la dignidad de la diferencia.

Si no encontramos un sobresalto de simpatía por esta alianza, capaz de poner a las nuevas generaciones al amparo de la desconfianza y de la indiferencia, los hijos vendrán al mundo siempre más erradicados de ella, desde el seno materno. La devaluación social por la alianza estable y generativa del hombre y de la mujer es ciertamente una pérdida para todos. ¡Debemos revalorizar el matrimonio y la familia! Y la Biblia dice una cosa bella: el hombre encuentra la mujer, ellos se encuentran, y el hombre debe dejar algo para encontrarla plenamente. Y por esto, el hombre dejará a su padre y a su madre para ir con ella. ¡Es bello! Esto significa comenzar un camino. El hombre es todo para la mujer y la mujer es toda para el hombre.

Por lo tanto, la custodia de esta alianza del hombre y de la mujer, aun pecadores y heridos, confundidos y humillados, desalentados e inciertos, para nosotros creyentes es una vocación ardua y apasionante, en la condición actual. El mismo relato de la creación y del pecado, en su final, nos entrega un ícono bellísimo: “El Señor Dios hizo al hombre y a su mujer unas túnicas de pieles y los vistió” (Gen 3, 21). Es una imagen de ternura hacia aquella pareja pecadora que nos deja a boca abierta: la ternura de Dios por el hombre y por la mujer. Es una imagen de custodia paterna de la pareja humana. Dios mismo cuida y protege su obra maestra.

 

 

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